En las terrazas de Bib-Rambla no cabe nadie más. Las mesas que rodean a la plaza recuerdan al anillo de Saturno, que desde lejos es una sábana lisa y, de cerca, un conglomerado de millones de piedrecitas sueltas. Dos de esas piedrecitas, dos niños, ... piden permiso a sus padres para ir a comprar chucherías a la tienda del callejón. El callejón es, maldita sea, el Zacatín. Los zagales van de la mano hasta el comercio, que tiene el mismo encanto que los locales donde los jóvenes compran alcohol para sus botellones.
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Los niños salen con una bolsita repleta de gominolas y vuelven despacio hacia la mesa de sus padres. Sin embargo, algo les llama tanto la atención que deciden pararse a saborear el recuerdo. «¡La vaca!», exclaman al ver el escaparate de Ale-Hop, una tienda de cosas majas que es exactamente igual que la de Madrid o la de Bilbao o la de Cáceres... «¿Te acuerdas? ¿La foto del salón?», pregunta el mayor. Guiados por un impulso de nostalgia, se sientan en el escalón de al lado, junto a la entrada de la tienda. Ese escalón no significa nada para ellos. Es la entrada a Alcaicería. Miles de turistas hacen fotos justo ahí cada día. Fotos en las que intentan tapar, de alguna manera, ese feo rincón de la entrada, pintarrajeado y abandonado a su suerte. Un rincón que, al parecer, no significa nada para nadie.
Bueno, para nadie no. Para mí fue, una vez, el rincón más bonito de Granada.
Hubo un tiempo –hace 30 o 40 años– en el que Bib-Rambla era la plaza de los juguetes. Poner el pie allí era tan emocionante como entrar a la Fábrica de Chocolate de Charlie. Me recuerdo corriendo libre por lo que hoy es el anillo de Saturno, pasando de un escaparate a otro de la plaza. Los visualizo todos. En la esquina de Zacatín estaba el Supermercado del Juguete, mi juguetería favorita de Granada. Era una tienda estrecha y preciosa que formaba una ele al final.
Las demás jugueterías se repartían por el resto de la plaza. He cerrado los ojos para contarlas y creo que eran cinco en total. Puede que seis, no sé, tengo dudas con un par de locales. En una de ellas eran especialistas en trucos de magia y cosas de terror: botecitos de sangre falsa, dentaduras de hombres lobo, capas de Drácula... Era fascinante. El caso es que pasear por Bib-Rambla era un regalo para nosotros, los niños.
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En esas visitas a Bib-Rambla, a veces subíamos por Zacatín hasta la esquina con Alcaicería. En ese pasaje mágico había una pequeña heladería que, sin embargo, para mí era otra cosa. Les hablo de uno de mis primeros recuerdos, uno de esos flashes que se quedan grabados para siempre y que nadie puede discutir. Allí olía a rosetas. Sí, rosetas, que es como en mi casa se ha llamado siempre a las palomitas. Yo iba de la mano de mi abuela y ella pedía un paquetito de rosetas y un palito de algodón de azúcar, que también tenían. Luego nos sentamos en ese escaloncito a mezclar el dulce y el salado.
Conforme pasaron los años, siempre me asomo por esa esquina con gran nostalgia. Ha tenido otros usos, sobre todo como pastelería. Pero ahora lleva cerrado demasiado tiempo. Supongo que un rincón tan pequeño y auténtico, en una calle que cada vez parece más el pasaje de un centro comercial cualquiera, no tiene sentido. Ahora hay un cajero para extranjeros y un cartel que anuncia apartamentos turísticos de lujo. Es devastador.
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Cuando los niños dejaron la vaca y volvieron a la mesa, tras atravesar el anillo de Saturno, me dio pena. Si convertimos todos los rincones en parte de una franquicia, al final compartiremos recuerdos patrocinados. Para mí, ese rincón siempre será rosetas, algodón, la mano de mi abuela y la plaza de los juguetes.
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