Antonio, en el banco de la plaza del Realejo. J. E. C.
De Graná

«¿Por qué hay tantos calvos en Granada?»

Llegado el momento, Antonio, de 84 años, me golpeó con el codo así, como cuando querías contarle un secreto al compañero de pupitre, y lanzó la pregunta

Domingo, 20 de octubre 2024

En la plaza del Realejo hay tres bancos enfrentados que forman una porción de pizza. El de fuera, el que sería el borde que los niños siempre se dejan, es el único vacío. Son casi las cinco de la tarde y en unos minutos nos ... espera Andrés Neuman para tomar un café en El Piano, en calle Santiago. Mientras charlo con Ariel, el fotógrafo, una pregunta nos pilla por sorpresa: «¿Les importa si me siento aquí?». El anciano sonríe ufano, con una mano apoyada en un bastón de madera y la otra sujetando la visera de la gorra, a modo de saludo. Le decimos que por supuesto, que faltaría más, que se siente con nosotros. Ariel y yo retomamos la conversación durante treinta segundos, momento en que el hombre, que más tarde nos diría que se llama Antonio, me golpea con el codo así, como cuando querías contarle un secreto al compañero de pupitre.

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-¿Le puedo hacer una pregunta? -empieza, a sabiendas de que la pregunta se iba a hacer.

-Claro -respondo.

-¿Sabría usted decirme por qué... -Antonio aprieta el mentón y guarda unos instantes de silencio, repasando con la mirada el resto de la plaza-... por qué hay tantos calvos en Granada?

Antonio formula la pregunta con tanta gracia que me cuesta pensar que quiera reírse de mí, que estoy tan calvo como Sean Connery. Así que levanto los hombros y sonrío. Pero él continúa:

-En serio -dice-, ¿se ha fijado usted en la cantidad de calvos qué hay en el barrio? ¿Por qué es eso? ¿Qué pasa?

-Todo apunta -respondo, pasándome la mano por la cabeza- a que somos una plaga.

-No, a ver... -Antonio sonríe como el que tiene cuatro reyes y le echan el órdago a grandes en una partida de Mus; luego agarra la gorra con dos dedos y se la quita con un movimiento muy teatral-. ¡Que yo soy tan calvo como usted!

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Efectivamente, es tan calvo como yo. Pero él, con 84 años que no aparenta, nunca había visto a tantos calvos en su vida. Antonio empezó a trabajar de chiquitillo en la obra. «Tuve que hacerlo bien porque nunca se cayó nada», bromea. Sus manos, duras como piedras, repasan en unos segundos una de esas vidas que parecen escritas por un novelista: el hambre, los caminos difíciles, la lección aprendida, los viajes en blanco y negro, la fuerza de la familia, la pérdida... «Y ahora aquí vengo todos los días, a mirar».

Ayer, precisamente, Antonio se pasó el día mirando. «Me senté aquí mismo y dediqué el día a contar calvos -dice-. ¿Sabe cuántos calvos conté? Ochenta y siete. Antes no había tantos, se lo digo yo. ¡Ochenta y siete calvos en un día!».

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Antonio, sumando otro calvo a la lista. J. E. C.

La tarde se congela un instante y echo la vista atrás. Lo cierto es que de niño nunca me fijé en la alopecia de nadie, supongo que empecé a hacerlo de adulto, cuando vi la broma venir. Eloy, el padre de mi amigo Javi, decía que los de su generación se quedaron calvos por la mili. «Por la gorra, todo el día con la cabeza tapada tuvo consecuencias». Yo recuerdo a don Jesús, claro, profesor de EGB en los Maristas que nos imponía un miedo terrible y que luego resultó ser un trozo de pan. Qué pronto murió, maldita sea... También me viene a la cabeza el dueño de Todoncopias, en el pasaje de San Antón, siempre con el cigarrillo encendido. Un buen tipo. Y de repente visualizo el álbum de Italia 90, en el que salía Rafa Paz, futbolista granadino y calvo indiscutible.

«Era una de esas pequeñas tiendas -ya casi extintas- que te hacían sentir dentro de un hogar y no parte de una franquicia»

Lo de la memoria es curioso, porque el calvo más importante de mi vida es alguien a quien quise mucho: mi tío Enrique. A mi tío lo conocía media Granada. Y quien le conocía le tenía un cariño especial. Estuvo toda la vida detrás del mostrador de Eléctrica Barragán, en Sierpe Baja, entre Mesones y Alhóndiga. Una de esas pequeñas tiendas -ya casi extintas- que te hacían sentir dentro de un hogar y no parte de una franquicia. Hace poco pasé por allí y vi que el edificio estaba en obras. Tiene pinta de que van a hacer pisos turísticos. Aunque el cartel de Eléctrica Barragán estaba pintarrajeado, qué pena me dará no verlo al pasar por allí. Es como si la calle se fuera a quedar calva.

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«¡Ochenta y siete calvos en un día!». Cada vez que Antonio cuenta un calvo lo señala con el dedo o con el bastón o con la pura intención del que quiere marcar algo con las pupilas, y anota un número más. Cuando descubre un nuevo calvo, el anciano regresa a su infancia y confirma que antes todos tenían flequillo. Incluso él. El mundo pierde los pelos y quizás, de alguna manera, Antonio se refleja en las planicies de los otros para ver las suyas propias, como el astrónomo que observa lo que sucedió en las estrellas hace millones de años. Qué tontería tan bonita encontrarse en la calva del vecino.

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