Al otro lado del muro... de Berlín
Crónicas Granadinas ·
Estuve al otro lado del muro de Berlín cuando era imponente e impresionanteSecciones
Servicios
Destacamos
Edición
Crónicas Granadinas ·
Estuve al otro lado del muro de Berlín cuando era imponente e impresionanteTico Medina
Granada
Domingo, 17 de noviembre 2019, 02:30
Claro que sí, se habla tanto estos días del muro de Berlín en todo sitios y a todas horas como un hecho histórico que cambió el destino de la humanidad en todos los aspectos, que no tengo mas remedio (es mi oficio y mi vocación ... también, mucho más que mi beneficio, mi tesoro, y es mi memoria) que titular la crónica de hoy de esta manera. Porque yo estuve al otro lado del muro de Berlín cuando era imponente e impresionante. Los cables con puntas y eléctricos y a veces los cascos de huevo de acero mortal de los VoPos, que eran los policías de la muerte y la cárcel para todo un pueblo que, de la noche a la mañana y para pagar sus culpas, habían sido cercenados en dos sin avisar.
Les cuento, como se dice ahora. El joven reportero de entonces, por aquellos días enviado especial –¡cómo echo ese tiempo de menos!– en el diario Pueblo, fue llamado al despacho del director Emilio Romero. Bajo el gallo de su firma, el jefe me ordenó como un capitán que te manda a la trinchera que quería que fuera y le contase qué estaba pasando con el muro de Berlín, que José María Carrascal, nuestro corresponsal entonces, ya me estaba esperando.
Recordaba el reportero, que es lo único que sigo siendo, el día en que empezó a funcionar el fax. Era una máquina formidable en la que estábamos todos aprendiendo del milagro esperando que llegase la primera crónica que nos tenía que enviar un compañero que había tenido la suerte de ser enviado a un París que bien valía una prisa.
–A ver, atención, que ya está aquí la crónica, indicó Jesús de la Serna, entonces redactor jefe y viejo amigo y compañero, maestro del que tanto aprendí.
–Tata tatatatatata.
«París es inenarrable…», se leía. Emilio, el jefe que estaba allí, era claro y siempre llevaba su mano en el corazón como un Napoleón del periodismo de su tiempo. Y entonces preguntó si funcionaba como una máquina de escribir y cuando recibió la respuesta afirmativa le contestó: «Pues aunque sea inenarrable ¡nárralo, coño! ¡Que para eso te he mandado a París¡», se le oyó decir. Y así me fui yo a Berlín. Allí me esperaba en el aeropuerto de Berlín-Tempelhof mi querido amigo José María Carrascal, que además ya me había enseñado Nueva York, donde también había sido corresponsal y donde se casó con una chica americana que trabajaba en la ONU. Es un enorme maestro del periodismo, mucho más importante de lo que la gente cree por ser coleccionista de corbatas impresionantes. Escribe en ABC columnas profundas, llenas de periodismo, sabiduría y talento. Le quiero mucho, y él lo sabe.
–Que el director dice que te lleve al muro. Pero a verlo por fuera de este lado, que hay que conseguir que lo cuentes desde la parte soviética.
Venía conmigo mi casi hermano el fotógrafo Enrique Verdugo, que yo llevé con sus cámaras colgadas a la cabecera de mis crónicas, porque siempre creí, que una buena crónica, por buena que fuera, no es lo que debía de ser si no estaba acompañada de una fotografía que atestiguaba el relato. ¿Por qué iba entonces a estar su nombre sólo al final del relato como siempre se hacía?
Así que comimos como cuando se va a Berlín, antes y ahora, en una de aquellas salchicherías de entonces. En uno de aquellos grandes edificios de cristal y hormigón que habían crecido a caso hecho a este lado del muro, simplemente para que se viera cómo era el Berlín Este, como crecía espléndido frente al otro lado, triste rincón del mundo, donde la mano de la hoz y el martillo había hecho la disección mortal, la partición dramática de todo un pueblo.
Por no hacer largo el relato, que mereció en su día una serie que está en las hemerotecas, contaré que fue José María Carrascal, que tenía pasaporte para cruzar la tapia, quien arregló todo para que pudiéramos pasar. Lo hicimos en un metro especial enseñando los pasaportes cien veces y allí se veían los adoquines aún rotos por las bombas y algunos hasta con sangre todavía.
De un lado la policía americana, de caqui y cruzados con ametralladoras de urgencia; y del otro, preguntas, sellos, taponazos, focos de frente y de perfil, «aguante», consultas, hasta conseguir el pasaporte por un solo día. Taconazos alemanes ya con el sello del soviet incluso en los uniformes. Rubios germanos de ojos verdes, correajes, botas hasta media pierna, frío, ¿Cómo podía haber hasta otra temperatura distinta a la del otro lado? Inmediatamente la niebla, la tristeza. Sí, la tristeza, que emana de la falta de libertad. Las grandes fotos del líder, las calles vacías, los edificios grises, las mujeres con la verdura...
Yo recordaba que el día antes habíamos llegado en la Berlinstrase hasta una especie de joyería en la que lucía dentro de un papel de plata bajo un foco quirúrgico, como si se tratara del escaparate de Tiffany en la Quinta de Nueva York en aquella película inolvidable de Audrey Hepburn tan vinculada a Granada por su hijo (ya saben, a todo le busco hermanamiento quizá para justificar siempre que puedo lo de mi tarjeta de visita, cronista oficial de Granada y sus pueblos). En ese escaparate, dentro del papel de plata y entre la escarcha que había formado el frío, brillaba un tomate con una leyenda en alemán.
–«Tomate recogido ayer mismo en el Sur de Europa, en Almería, Andalucía, España…».
En este lado, de ahora, edificios de plomo, gente fugaz, aquella tienda mientras anochecía antes, palabra de honor, de dolor también, tierra oprimida en la que compramos un collar de cristal checoslovaco precioso y preciso que un día de hace años los ladrones, que se lo llevaron casi todo de mi casa de Chamberí, dejaron el collar oscuro que relucía por la noche como los ojos de un gato siamés.
El fotógrafo, una máquina ruda pero fuerte, que creo que todavía tiene un gorro de piel falsa con el interior de plástico con la estrella roja que esta en mi árbol de los sombreros de lo que les contaré algún día ahora mismo crecido. Porque mi hijo Salvador, el eterno viajero, me ha traído una gorra verde con la misma estrella roja de Vietnam del Norte. Le he contado a Salvador que su padre estuvo a punto de ir a Vietnam a la guerra, pero al Norte pues los demás estaban en el Sur. Recuerdo que me prepararon desde La Habana, Fidel en persona, para que fuera. Iba a volar de la Habana a Moscú, y de allí a Hanoi. Y me tuve que aprender en la escuela Van Troy el nombre de un héroe de la guerrilla que parecía un restaurante chino o una pagoda falsa. También aprendí hasta el camino de las hormigas carnívoras que devoraban a los yanquis mientras dormían, pero perdí el viaje porque la CIA había descubierto lo que preparaban.
Siguiendo enBerlín, allí fuimos a retratarnos en la tumba del soldado soviético. Estaba hueca por dentro y se podía subir hasta arriba. Luego el muro a la vuelta estaba aquí. ¡Hay siempre tantos muros sueltos por el mundo y algunos insalvables! «Este paisano, que siempre que viaja me trae problemas», creo que dijo Juan Aparicio, aquel magnífico periodista que llegó a ser director general de prensa y al que entrevisté para IDEAL en aquella serie mítica de 'granadinos que triunfan en Madrid'... ¡Hace ya más de medio siglo!
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
El pueblo de Castilla y León que se congela a 7,1 grados bajo cero
El Norte de Castilla
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
España vuelve a tener un Mundial de fútbol que será el torneo más global de la historia
Isaac Asenjo y Álex Sánchez
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.