«Fue esta imagen la que por encima de todas se nos quedó grabada en la retina. A partir de ese momento Claudia Cardinale entraría a formar parte de nuestro universo de fetiches femeninos, junto a Marilyn Monroe, Raquel Welch y Sofía Loren»
POR VÍCTOR AYLLÓN
Huétor Tájar
Lunes, 3 de febrero 2020
Colocaron el cartel en la cristalera de la fachada. ¡Por fin!, nos dijimos. Llevábamos semanas esperándola. Habíamos examinado con detalle cada fotograma que se exhibía en el vestíbulo: el primer plano de Charles Bronson con la armónica, el tiroteo en la estación de ferrocarril, el hombre colgado de la horca, la dura mirada de Henry Fonda, las llanuras del Monument Valley, y el descote de Claudia Cardinale que, en palabras de Luis Pereda, el más cinéfilo de los amigos, lucía una blusa «abierta al mundo». Fue esta imagen la que por encima de todas se nos quedó grabada en la retina. A partir de ese momento Claudia Cardinale entraría a formar parte de nuestro universo de fetiches femeninos, junto a Marilyn Monroe, Raquel Welch y Sofía Loren.
Hace poco la pusieron de nuevo. He perdido la cuenta de las veces que la he visto. Aunque verla por la tele es algo terrible, insufrible. ¡No se puede hacer un corte publicitario en el duelo final, en el cruce de miradas más glorioso del cine! Frank (Henry Fonda) y Armónica (Charles Bronson) hieráticos bajo el ardiente sol de Arizona; sus rostros amartillados por el polvo rojizo del desierto, la árida tierra de los navajos.
Ojos profundos y claros que se clavan como dagas; miradas desafiantes, magnificadas entre imágenes a cámara lenta de un pasado remoto en el que un niño aguanta sobre sus débiles hombros el peso de un hombre a punto de perecer en la horca. Y luego, el disparo. La detonación fulminante que silencia por un momento la banda sonora de Ennio Morricone, una melodía intensa, épica, absorbente, que arrastra la historia y que enciende y embellece cada uno de los planos. Primeros planos de rostros, de miradas, de pistolas, de silencios. Y de venganza. Una venganza carnal, restauradora. Figuras recortadas contra el horizonte, por donde emergen como gigantes las mágicas rocas del Monument Valley.
Hasta que llegó su hora refleja un mundo despiadado en el que el futuro se abre paso lentamente, al mismo ritmo que un enjambre de obreros coloca una a una las traviesas del ferrocarril. Un nuevo tiempo que asoma a través de los raíles y de los ojos profundos de Jill (Claudia Cardinale). Ella seduce a la cámara y sacia la sed de los hombres. Ella sola es capaz de cambiar el mundo.
Y Luis Pereda y los otros volvimos al cine Garsán, como hace mil años. Y sacamos la entrada en la taquilla y traspasamos la puerta de madera y se la entregamos a Ramón, que nos recortó un trocito y nos dejó pasar con su expresión inmutable. Y luego enfilamos por el pasillo flanqueado de carteles y fotogramas de las próximas películas. Y compramos a Morón un cartucho de pipas y una peseta de regaliz. Y nos adentramos en la sala y nos sentamos en las butacas y vimos encenderse las luces de colores que acordonaban la pantalla y la nube de molduras luminosas que resplandecían en el techo. Y luego vimos la montaña coronada de estrellas rutilantes de la Paramount Pictures y se nos abrió una sonrisa cándida y limpia.
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