![Mañana, lentejas](https://s1.ppllstatics.com/ideal/www/multimedia/202202/13/media/cortadas/Imagen%20IF0AYI61-k6EB-U160917866421YdC-1248x770@Ideal.jpg)
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Los italianos tienen de antigua la costumbre de despedir el año comiendo lentejas, y me parece que eso es poco. En mi casa se han comido siempre, al menos una vez a la semana, y eso nos ha hecho crecer sanos y fuertes. No hay ... que olvidar que las lentejas se consumen desde hace casi nueve mil años, y que en sus variedades de la rubia castellana, el lentejón, la rubia de la armiña, la lenteja pardina, lenteja beluga o la lenteja verdina, su riqueza en nutrientes va desde vitaminas del grupo B con su ácido fólico y todo, hasta hidratos de carbono, hierro, magnesio, sodio, potasio, fósforo, zinc, proteínas, vitaminas A y E y calcio. Así que como legumbre es de las más completas que podemos comer, pero con el paso del tiempo me parece que esa sana costumbre de que las lentejas sean plato habitual en la mesa la vamos perdiendo y con ello el factor riquísimo de su aporte energético. Los nuevos tiempos gastronómicos, incluidas las prisas, la comida rápida y la madre de familia que además trabaja fuera de casa, no facilitan mucho la posibilidad de que, en la mesa encontremos un plato de cuchara, hasta el punto de que hay muchos infantes que lo desconocen o lo reprueban.
Reconozco que es uno de mis preferidos, pero eso me llegó con los años, porque durante mi más tierna infancia, las lentejas significaron para mí perder horas de juego o esparcimiento. Como mayor de cinco hermanos, fui el primero en relevar a mi abuela en la ardua tarea de limpiarlas. Cuando mi madre decía: ¡Mañana lentejas! Yo sabía que me había quedado sin disfrutar de mis amigos en la placeta, porque en unos instantes se me arrimaba una silla a la mesa de camilla, y me plantaban ante un papelón de lentejas compradas en el frangollo, una cazuela para echarlas una vez supervisadas, y un tazón donde ir echando todo lo que contenían las lentejas que no era comestible. Limpiarlas antes de echarlas en remojo toda la noche era condición sine qua non para no tener una ingesta accidentada. En aquellos años cincuenta, las lentejas traían toda clase de bichos muertos, algunas ya venían mordidas por otros animales, otras presentaban un color negruzco poco recomendable para el estómago, a lo que había que añadir los chinos, que no eran esos que ahora tienen bazares de todo a cien, sino piedras normales y corrientes, con las que en forma de granos se asfaltaban las carreteras, entre otras cosas. Algunos tenderos las echaban adrede para que pesaran más. Famosa era en el barrio la escena de aquel vecino que, estando en plena ingesta, se metió una cucharada de lentejas en la boca y, al masticar, se partió una muela, que ya aprovechó para ponérsela de oro, como era la costumbre en familias pudientes.
En aquellas viejas casas de comida de la Granada de mi infancia, que proliferaban sobre todo por el centro de la ciudad y próximas a las posadas, se servían por pocas pesetas un buen plato de lentejas y una pieza de fruta, con lo que tirabas el día de buenas maneras. Aún no se había implantado lo que después conocimos como primer y segundo plato, pan vino y postre por cinco pesetas, que ya fue un avance hacia los restaurantes venideros. Todavía en la mesa de las fondas, pensiones y casas de huéspedes, por un precio módico a la semana, obtenías una cama, servicio de baño común y pensión completa que incluía un buen plato de cuchara a medio día, y una sopa por la noche, alternándose los días de cocido con los de potajes y las cenas con unas pescadillas enroscadas, o tortilla francesa, a la que se añadía o una naranja «guachintona» o una pera limonera. Eran aquellos tiempos en los que ni Málaga, ni Almería ni Jaén tenían universidad, y nuestras pensiones estaban llenas de estudiantes de las provincias hermanas, junto a opositores de larga duración.
Con el desarrollismo de los años sesenta, la llegada del Seat 600 D, la moto Vespa con sidecar, y la Lambretta, fueron desapareciendo los Biscúter, a la vez que emergían los nuevos restaurantes económicos, que años después se clasificarían por el número de tenedores otorgados a sus cartas de comidas, de las que fueron desapareciendo las lentejas y otros platos de legumbres, al ser considerados como algo pasado y pobretón, incidiendo mucho más en el filete empanado con patatas y, de segundo, unas rodajas de merluza a la romana guarnicionadas con lechuga aliñada, y de postre un flan, como último grito de la modernidad.
La vida da tantas vueltas, y las modas regresan en cuanto te descuidas, hasta el punto de que yo no he tirado aún mis viejos pantalones de campana, ni mi trenka con capucha y botones imitando a colmillos de animales feroces, porque digo y mantengo, que cualquier día vuelve la moda y ya estoy vestido para la temporada. Y eso mismo ha ocurrido con las lentejas. Ahora, en nuestra ciudad de mis entretelas, hay un puñado de restaurantes de postín que te ofrecen cada día de la semana un buen plato de cuchara, en el que las legumbres han venido a recuperar su trono, injustamente relegado. Cuanta mayor categoría tiene el restaurante, más se esfuerza en servirte unas buenas lentejas con todos sus avíos, un buen puchero con toda su pringá, o unas buenas judías en todas sus variedades, llegando incluso a celebrarse una semana gastronómica en torno a este plato, como hace mi amigo Gregorio García en su Oleum. La cocina tradicional ha venido felizmente para quedarse, como lo demuestra el plato estrella de mi amigo Paco del Braserito, con sus huevos rotos con patatas, que era el manjar que mi abuela nos ponía los domingos, solo los domingos, porque al precio que estaban los huevos, no se podía acortar su frecuencia en la mesa.
Aún así, digo y mantengo que a la plenitud de mi infancia hay que restarle la cantidad de horas que empleé limpiando lentejas para evitarle a mi familia una infección o visitar de urgencia al dentista, asunto éste por el que todavía, al día de hoy, no he sido debidamente recompensado y por el que aún no he perdonado a mis progenitores. ¡Mi reino, por un plato de lentejas!
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