Decir que la estupidez está tomando carta de naturaleza entre nosotros sería una estupidez. No porque el aserto sea falso, sino porque es tan evidente ... que proclamarlo es de necios. Comentar que la intervención del socialista Juan Carlos Campo en el pleno del Congreso -en el que se debatía sobre la Presión Permanente Revisable- fue bochornosa es quedarse corto. Cuestionar el dolor de los padres de las víctimas es indecente. Pero se hizo. Para vergüenza de mucha buena gente de la familia socialista, la mencionada intervención de Su Señoría Campo Moreno fue de una crueldad gratuita, difícil de digerir.
Quiero creer que tuvo un mal día, porque no me entra en la cabeza que su pretendida superioridad moral tenga mucho recorrido por la vía del razonamiento, cuando camina por la senda de la zafiedad. Ahí no queda la cosa, porque no habían pasado ni veinticuatro horas cuando, aprovechando la muerte repentina del mantero Mame Mbaye en el madrileño barrio de Lavapiés, concejales de Ahora Madrid y Podemos lanzaron el bulo de que había sido golpeado por la policía, lo que originó una batalla campal. Ante esto yo no puedo creer que esos concejales también tuvieran un mal día. No, lo que tuvieron es muy mala leche, tanta como para originar un choque callejero violento e irracional contra los policías municipales.
Esta violencia gratuita y salvaje fue fruto del ultraje a la verdad por parte de quienes están llamados a guardarla y fomentarla. Es realmente penoso que gente de este jaez tengan la representación del pueblo soberano, pero es lo que hay. Cuando uno lee estas cosas, de inmediato se le viene a la mente unas ganas irrefrenables de dedicar un recuerdo malsonante y maloliente hacia ellos y sus progenitores. Sé que es políticamente incorrecto, pero totalmente necesario para mantener el equilibrio anímico y la paz en el espíritu, ante tanta memez y tanto desatino.
Si nos pusiéramos a ahondar en la actualidad buscando sandeces, seguro que llegaríamos al hastío de tanto como abundan estos frutos nacidos de la maldita coyunda entre la crueldad y la idiotez. Pero hoy es fiesta y no es recomendable comenzar con tal hartazgo; el domingo está hecho para el descanso, no para el aburrimiento. Y, además, es víspera del Día del Padre, una fiesta que de momento se mantiene, aunque va en franca retirada. Es una fecha en la que los pequeños preparan en su 'cole' con la 'seño' una felicitación en forma de dibujos o manualidades, en la que vierten toda su admiración por 'el papá más bueno del mundo' escribiendo unas 'pes' y unas 'aes' con unos trazos enormemente largos, que significan la fascinación que el niño siente ante ese señor tan grande que de vez en cuando está en casa. Son regalos que este año no va a recibir Ángel Cruz, el padre del niño Gabriel que ya está jugando con sus peces y ha dejado abandonada su 'play'. Tampoco tendrán esa felicitación el padre de Mari Luz Cortés, ni el de Yéremi, ni el de Diana Quer, ni el de Marta del Castillo o el de Sandra Palo. Todos ellos se verán obligados a unir a su inmensa pena por la inhumana ausencia de los hijos, el recuerdo reciente y punzante de las desabridas palabras de Su Señoría Campo. Dice el proverbio latino que «quod natura non dat, Salmantica non præstat» (lo que la naturaleza no da, Salamanca no lo otorga). Efectivamente, una universidad (la de Salamanca o cualquier otra) no puede darle a nadie lo que le negó la naturaleza. Lo dolorosamente repulsivo surge cuando nos encontramos con un individuo al que la naturaleza y la universidad sí le han dotado con los dones del conocimiento y el discernimiento y los emplea para causar un dolor gratuito.
Cuánto daría hoy por sentir de nuevo cómo mi padre me cogía de la mano un domingo como éste y me llevaba hasta el palomar junto al río para ver el primer vuelo de los pichones. Durante la espera me iría indicando si el canto del pájaro que se escuchaba cerca era de alondra o de cogujada y si el vuelo rasante sobre el agua lo hacían los vencejos o las golondrinas.
Tampoco me importaría volver a verlo ya anciano, como la última vez antes de morir cuando seguía manteniendo una asombrosa lucidez y me contaba sus aventuras de juventud o me hablaba de sus novias, de la excepcional cosecha de vino que vino después de la larga sequía de los cincuenta, de la siembra de garbanzos a ser posible el Jueves Santo para que hubiera una buena cosecha..., de todo aquel hermanamiento de siglos del hombre con el medio ambiente. Para cualquiera de nosotros nuestro padre es o ha sido el mejor (así está escrito en esa felicitación que los niños entregarán a sus papás, lo que les hará sertirse ya importantes) y tenemos memoria de que su vida no fue fácil. La del mío, tampoco; en vez de ir a la universidad, le tocó ir a la guerra, que no es exactamente lo mismo. Aguantó todo lo que aquella generación tuvo que aguantar, que fue mucho, pero nunca perdió la esperanza ni el buen humor. Menos aún el criterio ni la rectitud de conciencia. De la televisión solo veía los informativos; con un solo vistazo definía la catadura moral de quienes allí aparecían. No recuerdo que alguna vez llegara a equivocarse. Tampoco hubiera errado con la imagen del infausto portavoz que, por decencia, no quiero volver a nombrar.
La muerte del padre es harto penosa porque su ausencia nos obliga a coger el timón y gobernar la nave familiar, que tampoco goza en estos tiempos de muy buena salud. La muerte del hijo es la mayor tragedia, el mayor dolor, una inmensa impotencia. Pensar que alguien, en su sano juicio, intente rentabilizar esta eterna tortura es sencillamente vomitivo.
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