El origen de la locura
Relato de verano ·
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Relato de verano ·
marisa cervantes gallardo
Jueves, 20 de agosto 2020, 00:21
Me cubro la cabeza con ambas manos. Siento un martilleo constante, un taladro apuntalando mi cerebro. El dolor es insoportable.
Siento un picor en la palma de la mano y lo intento aliviar con un nervioso masajeo de uñas. Tengo un tic en el cuello, me rasco fuerte pero no desaparece. Me pica la cabeza, me escuecen los ojos, el pelo me estorba. Un bicho sisea. «Quítamelo, quítamelo, ¡ah,quítamelo!».
De mi garganta brota un espeluznante alarido y descargo mi frustración propinando puñetazos al aire.
Paseo por la habitación dando vueltas en círculo. «Una, dos, cinco, ocho, bah, qué más da, me estoy mareando». Dejo de moverme y pierdo el equilibrio, ¡las paredes bailan!
Una puerta danza ante mí, me lanzo a abrirla. No cede, está atascada. La golpeo más y más fuerte. «¡Sacadme de aquí, sacadme de aquí!».
Transcurren interminables minutos. Cansado y con los puños ensangrentados me dejo caer al suelo y comienzo a balancear mi torso. «No puede ser, no, no pue, no nono, ¡No! no pue, no pue».
En fracciones de segundo me vienen a la memoria imágenes que intento retener: Una chica, unos labios, unos ojos, ¡oh sí, una sonrisa!, una preciosa muchacha me sonríe. «Oh, no, no, nono, no puedes irte, vuelve preciosa, ¡vuelve! ¡Quiero salir de aquí! ¡Socorro!»
Me levanto con dificultad. En un rincón descubro un camastro; me dirijo hacia él y me tumbo de espaldas. Al instante me levanto y de nuevo me siento, estoy desesperado. Caigo presa de un sinfín de emociones, al ir recordando…
Me veo sonriendo, tomando su mano y paseando por la avenida. Entramos en un teatro. Nos sentamos a disfrutar de la obra y cubro sus hombros con mi brazo; quiero que esta noche sea especial y que no la olvidemos nunca. Me han llamado a filas y mañana parto hacia mi destino.
Me remuevo, inquieto, sobre el colchón. Siento angustia, ansiedad, la respiración entrecortada y una quemazón en el pecho…
Mientras estuve en el frente, Margaret me escribía largas cartas de amor que me ayudaban a sobrellevar todo aquello. Pero dejé de recibirlas justo cuando la guerra ya tocaba a su fin y yo contaba las horas para volver. Me temí lo peor.
… Cuando el tren llegó a mi ciudad, desembarqué y comprobé, decepcionado, que nadie había venido a recibirme. Corrí hacia la casa de Margaret pero no quedaba nada de ella; una bomba la había reducido a escombros. Enloquecido, la busqué durante días, pero fue inútil, había desaparecido.
Me despierto. Ya debe de haber amanecido, porque escucho el chirriar de los goznes de la puerta. Me entregan una bandeja con lo que llaman desayuno. Devoro con ansia un trozo de pan duro que he ablandado con agua, relamo el cuenco con la lengua, me limpio la boca con la mano y vuelvo a echarme. Hoy me encuentro algo más animado. Contemplo el techo y me dejo llevar por esa euforia...
Me encuentro en el garito nocturno más famoso de la ciudad. Los compañeros de trabajo me han obligado a salir; alegan que necesito distraerme y ahogar esta pena que arrastro desde hace tanto tiempo. Ya han transcurrido 20 años y nunca dejé de buscar a Margaret.
Las luces se apagan, se ilumina el escenario; una cabaretera comienza a cantar. Al mirarla quedo consternado, mis ojos no dan crédito. Me levanto y me acerco al entablado ¡Es mi mujer! ¡Es Margaret! ¡U sigue estando igual de hermosa, igual de joven que antaño!
De nuevo me interrumpe ese sonido estridente en la entrada. Aparece un hombre con sotana y alzacuellos. Lo observo mientras se acerca, posa su mano sobre mi hombro y en voz baja ruega al Señor que perdone mis pecados y me absuelva de toda culpa. Me anima a confesar, pero yo lo miro extrañado, me parece estar sufriendo una alucinación. Y es, en ese momento, cuando recupero bruscamente la memoria. Una interminable secuencia de imágenes es testigo de mi barbarie...
La preciosa sonrisa de Margaret; la tristeza de no hallarla. Aquella noche en el garito; la cantante que tanto se parecía a ella pero que era mucho más joven. Las presentaciones, las miradas cómplices. Nuestra maravillosa noche de amor; la alegría de saberla en estado. Cuando decidimos contraer matrimonio y no pudimos; la consternación al ver impreso mi apellido en su partida de nacimiento. El asco que sentí de mí mismo, al entender lo que había hecho. La desdicha, la rabia, la frustración de tantos años. Mis manos en su cuello, el tacto de esa delicada y tersa piel bajo mis dedos, sus hermosos ojos negros clavados en los míos, mientras la estrangulaba…
Se escuchan pasos acercándose, fuera. Se detienen frente a mi celda y se internan en ella. Entre varias personas me esposan de pies y manos. Me dejo caer al suelo; siento que me arrastran. Cierro los ojos. «Llévame contigo, asumo mi destino».
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Jon Garay y Gonzalo de las Heras
Fermín Apezteguia y Josemi Benítez
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