Igual se lo he contado ya, porque uno solo tiene una vida que contar -menos los gatos que dicen que tienen siete-. Fue la visita a Granada de mi buen y querido amigo, y maestro en tantas cosas de este mundo y del otro, el ... Padre Ángel, el jefe de los Mensajeros de la Paz. Sí, a Granada, donde sé que ha venido muy contento y feliz, además de haber cumplido con su misión solidaria y hercúlea desde su aparente fragilidad. Lo que digo, que he querido volver a contarles aquello de primera mano. Porque aquello fue una guerra.
Una guerra, un guerrazo, humo y sangre, que aunque dicen que acabó, lo cierto es que continúa. Y que merece una crónica cercana sobre todo en este tiempo. Les hablo de esos traidores que merecían la horca sin duda, y perdonen esta ferocidad. Les hablo de esos tipos y tipas que, abusando de la solidaridad humana, en alguna oenegé suelta por ahí, no hacen otra cosa que matar. No sólo a los que hacen sufrir directamente, sino a todo el mundo al que engañan, entre los que se encuentra un servidor de ustedes, que en estos casos no le llega la camisa al cuerpo.
Porque un ejemplo, de verdad, de entrega, de cariño, que es mucho más que amor, es este viejo cura asturiano, con el que mantengo un enorme grado de admiración. Sobre todo después de aquel viaje que hicimos a Bagdad. Sí, a Bagdad, en plena guerra aún, simplemente para contar, aunque fuera, como fue, la última crónica de guerra que hice a lo largo de mi vida. Y donde estuve a punto de perder la vida dos veces -no se preocupen, que no les voy a volver con el rollo-.
A ver. Vamos a ver. En la navidad del dos mil tres, o sea, hace ya casi quince años, me llama el Padre Ángel por telefonillo de a mano, el que tiene la suerte de tener , o tenía entonces, el teléfono directo del Papa de Roma, que entonces era el polaco, que en paz descanse, y va y me dice de pronto. «Quiero que vengas conmigo a Bagdad». «A ver si me dejan Padre Ángel -le contesté- que de corresponsal solo me queda un chaleco que dice 'press'». «Prepárate, que te vienes. Ten a punto el pasaporte y pon al día tu seguro. Nos vamos la semana que viene. Quiero llevarte conmigo. Sé que no me vas a decir que no».
Y me puse en marcha. No tenía entonces pasaporte al día y mi chaleco de cremalleras, mi santa, que va a cumplir los ochenta estos días, lo había regalado en una parroquia de Chamberí a los pobres de la calle. Total, que pedí un seguro de vida porque podías encontrar la muerte en el sitio, y no hubo quien me lo hiciera por más que lloré aquellos días. Nadie, y menos a Irak, titular de muerte todos los días, y encima con más de setenta años y herido del ala siempre.
No obstante el Padre Ángel insistió. «Ya te tengo hasta casa que te espera; es la de un antiguo general de Sadam Hussein que trabajó para la CIA, y que ahora está bajo protección americana. Es de aviación, y tiene una casa cerca de una mezquita, donde vive con sus hijos más que escondido, protegido. Salimos en unos días. Y tú tranquilo, ya sabes, como en tus mejores tiempos».
Total, por no hacerles el relato más largo. Nos fuimos hasta Irak y entramos en Bagdad en un avión pequeño, jugándonos el tipo. Un servidor, un voluntarioso voluntario de los Mensajeros de la Paz y el Padre Ángel con su Cruz de Malta al cuello, que es de palo santo y que me dice que le protege mucho -debe ser verdad porque siempre vuelve, aunque sea del infierno, y sin perder la sonrisa-.
Ese fue el primer capítulo. La llegada en vuelo nocturno, desde Amman, entre sirenas, helicópteros, de noche, con fogonazos increíbles, dando tumbos... Un viejo mercedes blindado a la llegada. Lío con los pasaportes. Un hijo del general, con su kefia puesta, como la que me regaló en su día el presidente Arafat en su palacio de Palestina, entre kalasnikov y trajes leopardo.
El general iraquí me llamó Medina y me cedió su casa. Cerca de aquella mezquita, con la cúpula azul redonda que destruyeron muy pronto. «Ha tomado usted, hermano, posesión de su casa. Nuestra familia está orgullosa sobre todo por quien viene y quien le acompaña, el Padre Ángel. Le damos lo mejor que tenemos, dátiles, higos, uvas y cordero del mejor que crece en la aldea de nuestros padres, entre el Tigris y el Eufrates».
Servidor ya había estado antes, cuando Sadam Husseim, para ABC dominical, haciendo 'Irak año cero'. El dictador me regaló, después de comer un cus cus, una bandeja de cobre con la torre de Babel labrada. Y había volado con sus helicópteros soviéticos para aplastar a los valientes kurdos que peleaban en las montañas. Está en la hemeroteca espléndida de nuestro periódico. Si quieren no tienen más que consultarlo, que es un archivo que funciona espléndidamente.
Cinco días en Bagdad, y la nochebuena con los soldados españoles, que allí se batían el cobre. Muchos murieron en la pelea, insisto, porque aquello fue una guerra digan lo que digan ahora, y quienes sean que lo digan. Los muertos, rotos, en las cunetas, en las aceras. Aquella cita con el alto mando iraquí saltando sacos terreros, atravesando trincheras, entre el zumbido de las ametralladoras, con un casco prestado y puesto, como si nos sirviera para algo. «Observo -le dije a la autoridad de paisano en su palacete intacto en el barrio diplomático- que lleva usted un traje del Corte Inglés». Sonrió el beduino bien vestido, que no sé qué habrá sido de él. Soy socio con ellos de esa ciudad de la nieve que hay en la carretera de Extremadura, y que nos va por cierto muy bien.
Fueron unos días formidables, qué quieren que les diga. Nochebuena con los soldados españoles, y aquella historia irrepetible al capellán. «Mire padre, la estrella de David». «No se equivoque usted, Medina; es un misil americano en el cielo de Belén». En la cena, el general jefe de la división española que mandaba aquel grupo nuestro, formidable, me hizo entrega de un pergamino en el que se acreditaba mi 'Valor reconocido', la música entrañable, el camino entre las bombas de la base, el coronel que me cuidaba que luego terminó acribillado, a la puerta de la base. Recuerdos indelebles. Como la noche bajo el sonido, 'tap tap tap', de las hélices de los helicópteros americanos, que te protegen y te asustan al mismo tiempo. El regreso a través de la 'carretera de la muerte', en la noche, escapando de Bagdad hasta Amman. Los controles. El hombre que vendía todo lo que había en un tanque destruido... «Veo que tiene usted granadas ¿podría venderme una?» Me entregó una de acero, de las de matar, claro. Pero yo le pedí de las otras, de las que tenía encima de la mesita, de las de morder, de las de zumo. Lo hice solo para contárselo una vez más a ustedes tal día como hoy. Yo, camuflado de viejo patriarca sufí, con aquella kefia que me regaló el viejo general iraquí, para el camino, atrás en el coche camuflado, tan roto por fuera y tan fuerte por dentro. Los controles, los camiones aún llenos de petróleo hacia la línea de guerra...
Y por fin Amman. Y por fin el poder volvérselo a contar a ustedes. Tan hermosa historia. Hoy, invierno del dieciocho, esta crónica de guerra que fue posible gracias al Padre Ángel , el alma corazón y vida de los mensajeros de la Paz.
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