Granada
Un palacio de papel bajo el Palacio de CongresosGranada
Un palacio de papel bajo el Palacio de CongresosBajo el Palacio de Congresos de Granada, como si fuera una muñeca rusa trasnochada, hay un palacio de papel. Su inquilina, la que fuera en otra vida costurera de Vergeles, pasa un paño por el techo y las paredes de cartón mientras canturrea algo alegre. «¡Este es mi palacio, sí! –ríe, señalando la enorme fachada verde, al otro lado de la carretera–. Pero por favor, siéntate». La mujer, de 64 años, se adentra en la pequeña chabola, cruza las piernas y coloca las manos sobre sus rodillas. «Me llamo Khadija, pero llevo en Granada toda la vida. Supongo que soy... –reflexiona un momento, mira a su alrededor y resopla– Soy producto de mi existencia, de querer ver las eternidades demasiado pronto».
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Khadija se instaló en el soportal del Palacio de Congresos, justo en el paso de peatones, tras la gran escalinata, hace un mes. «Tardé en construir esto una tarde. Los detalles vinieron después, claro». Los detalles son la inmensidad de papeles escritos a mano que cubren y rodean su hogar. Hay folios, post-its, hojas de revistas y periódicos... Y todos repletos de textos que narran recuerdos, que se dirigen a viejos amigos o que exigen cambios en la sociedad. «Somos política. Todos somos política, hasta yo», apunta.
La vista salta de una página a otra, casi sin querer, como el que husmea en una novela recién comprada: «José Antonio el gaditano. ¿Cómo está tu hermano? Espero que tu corazón se recupere». «Las palomas no se fían y lo entiendo». «Empecé a ver matones por todas partes y me fui». «Estimadas majestades, les traduzco este poema que lo es todo». «La experiencia de dos mesecitos en Francia me cambió»…
Los textos cubren el propio techo de la chabola, los cristales de los escaparates aledaños y el suelo. Pero también hay textos en huecos de periódicos y revistas, en tapaderas de queso camembert para untar, en paquetes de pipas, en la etiqueta de una Fanta de naranja... En todas partes. Sus textos son tan constantes y abrumadores como el ruido de los coches retumbado por la Plaza Rotary.
«Llevo 20 años, digamos, fuera. Abrí mi tienda, La Costurera, en Vergeles. Y me fue muy bien, empecé a ganar más que nadie y… bueno, supongo que me envenené. Estuve tres años que no comía, muy delgada. A vista de los demás sería por beber o fumar... Pero trabajaba 24 horas al día». Khadija ha estado una larga temporada viviendo en la comunidad hippie de Beneficio, en Órgiva, donde ya no se sentía bien. «No es que no me guste, pero ya no veo ni oigo bien. Me sofocaba el campo, la cuesta, la piedra... Aquí está todo más iluminado. Más llano. Y dormir en la calle no me molesta, es un pasaje más. Una experiencia más».
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Un grupo de vecinos del barrio se ha ocupado en este tiempo de dejarle comida en su nueva puerta: latas de conserva, fruta, tápers con guisos, botellas de agua... «Vivo de lo que me traen y la gente es muy buena», dice, acariciando una cruz que le cuelga del cuello. «Sí, soy religiosa. Nací musulmana, luego fui atea hasta que abrí la tienda y entonces empecé a creer en Dios. Yo estudié la carrera en Granada, me pagaron mis padres. Y fui traductora de la embajada de Perú en Rabat... Pero todo es pasajero, ¿verdad? Nada dura. Todo pasa y pasa volando».
Khadija retoma las labores de limpieza del hogar. Al pasar el trapo por encima de una maleta gris, colocada en la parte trasera de la chabola, le da un golpecito cariñoso en el lomo, como si fuera un perro. «Con esto me vine a mi palacio, a seguir mi vida».
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–La vida es inesperada, dicen...
–La vida es un tango y hay que saber bailarlo.
–¿Y usted sabe?
–Me gusta bailar, sí. Yo le bailo a la vida el San Vito y lo que haga falta.
Los coches arrancan, los paseantes cruzan por su puerta y la vida sigue, como si nada; como si todo. A lo lejos, la vieja costurera se despide con una advertencia de cuento de hadas: «¡No te dejes influenciar por el mal y te irá bien! ¡Eso es todo!».
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