Relato de verano
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Relato de verano
¿Qué pasaría si...?Rocío Salas Juárez
Jueves, 31 de agosto 2023, 00:07
«Vamos, estoy preparada para vuestra visita. No me abandonéis ahora. Sólo una vez más», se repetía Klint a solas, encerrada en su estudio de Londres. Sentada en el suelo, a los pies del caballete, con el pincel y una hoja entre sus manos, debía ... abstraerse del mundo que la rodeaba para notar su presencia, y escuchar lo que tenían que decirle los 'Altos Maestros', como ella los llamaba. De repente, un intenso escalofrío recorrió todo su cuerpo, desprendiendo su alma de su ser más carnal para entrar en trance. Sus manos se dejaban llevar por la escritura automática, recibiendo las indicaciones dictadas por los espíritus. Gracias a sus intervenciones creaba trazos imposibles, formas irreales y colores inimaginables. «Color», escribía una y otra vez con más intensidad sobre su hoja: «El color es la clave». Se levantó del suelo, colocándose frente al caballete, que aún permanecía en blanco. Tomó el frasco de pintura ocre que mezcló con el amarillo, pero el tono y la textura no eran suficientes. Recordó que aún debía tener aquel bote de óxido de hierro que compró en el Soho, y que no utilizaba desde hacía años. Removió el segundo cajón del escritorio, y allí estaba. Hizo varios intentos fallidos para abrirlo, pero la humedad se había combinado con el polvo, creando una gruesa y seca capa exterior que le impedía destaparlo con facilidad. Hilma no cesaba en su intento, sabía que ahí estaba la pigmentación que necesitaba. Cogió el abrecartas para hacer presión sobre la tapa del frasco, pero se le escapó, provocándole un profundo corte en la mano derecha. «Maldita sea», la sangre comenzó a surgir a borbotones. Intentó taponar la herida, pero algo hizo que parase en seco, o mejor dicho, alguien. Jamás había sentido los designios de los 'Altos Maestros' sin entrar en trance. Pero ahora podía escucharlos en su cabeza con total claridad. Su cuerpo y su mente se impregnaron de la esencia de aquellos seres, procedentes de un plano astral superior. Lejos de sentir miedo o angustia, Klint se acercó al caballete con la mirada de quien puede ver y sentir más allá de lo terrenal. Presionó en la herida, dejando caer unas gotas de sangre sobre el lienzo. Sus manos se movían sin patrón aparente, creando formas y símbolos para los que era consciente de que el mundo no estaba preparado. «Perfecto. Este es el tono perfecto… Pero no es suficiente». El cuadro le pedía más, ellos le pedían más. Sin pensarlo dos veces volvió a coger el abrecartas, pero esta vez el corte se lo produjo a conciencia, desde la palma de la mano hasta la mitad del brazo, llevando a cabo varias incisiones profundas justo a la altura de la muñeca, donde sabía que la sangre brotaría con mayor intensidad. El dolor que aquello le provocó fue tan intenso, que cayó de rodillas frente al caballete. Comenzó a sentirse débil y ligeramente mareada. Su cálida sangre emergía a borbotones de su cuerpo, mientras su respiración se aceleraba, a cada nuevo intento fallido por tomar un poco de aire. Alzó su mirada hacia la obra. Sabía exactamente lo que debía hacer. Dirigió sus manos hacia ella dejando que las yemas de sus dedos se deslizaran libres, creando formas y mezclando colores jamás vistos en este mundo. Su vista comenzó a nublarse y un fuerte zumbido le taladraba los oídos. Confundida, mareada y sedienta, todo se tornó en oscuridad y silencio.
–Señorita Hilma af Klint, se escuchó una voz, y repetidos toques con los nudillos, al otro lado de la puerta. Soy Franz Kafka, vengo a recoger el cuadro.
Hilma, que durante un segundo había perdido la consciencia, volvió en sí. Más debilitada físicamente que nunca, incorporó su cuerpo yacente del suelo para poder contemplar la obra. Le costó enfocar la mirada después de haber vomitado lo que pensó, sería la última gota de sangre que debía quedarle en el cuerpo: «Perfecta». Se dejó vencer hacia atrás, mientras sentía unos fuertes dolores que se acentuaban a medida que le fallaba la respiración. Sabía que ese era el final. Pero no podía evitar marcharse con una ligera sonrisa en su rostro.
Al otro lado de la puerta, comenzaron a escucharse los pasos de la señora Truman, la ama de llaves del edificio, y del señor Kafka, bajando juntos las escaleras hasta llegar a la puerta de Klint.
–Ha hecho usted bien en llamarme. Lleva varios días sin salir de su estudio, pero es muy extraño que no le conteste, dijo, mientras introducía la llave maestra en la cerradura. Espero que no le haya ocurrido nada.
Kafka la miraba sin prestarle demasiada atención. Sólo podía pensar en su encargo, esperando que todo este circo no fuese otra excusa de Klint para no entregarlo a tiempo. Sin embargo, cuando entraron al estudio, la pintora yacía en el suelo rodeada de un gran charco de sangre al lado del caballete, sobre el que se posaba una obra de gran belleza.
–¡Dios bendito!, gritó la señora Truman, mientras se acercaba al cuerpo y lo zarandeaba. Despierte, señorita Hilma, por favor, despierte.
Pero no obtenía respuesta alguna. Se levantó del suelo y, con las manos cubiertas de sangre, se dirigió al señor Franz Kafka, que aún continuaba en la puerta con la mirada perdida en el cuadro.
–Quédese con ella. Voy a pedir ayuda, dijo, saliendo a toda prisa del estudio.
Kafka permanecía paralizado. Hipnotizado. Se adentró en la habitación, aproximándose al lienzo sin poder apartar la mirada de él. Nada más existía a su alrededor. Nada más importaba. No sabría explicarlo o simplemente no necesitaba hacerlo. Sólo una palabra le venía a su mente una y otra vez. Una palabra que jamás había oído, pero que ahora sentía más suya que nunca: METAMORFOSIS.
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