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El próximo jueves se cumplen 67 años de la muerte del beato Fray Leopoldo de Alpandeire y, cada vez que hablo de él, me pregunto sin obtener respuesta de nadie, por qué la iglesia instituida acomoda a su antojo histórico y conveniencia, los tiempos para ... canonizar a sus hijos.
Por razones de edad, he asistido sorprendido a la velocidad meteórica con la que algunos de sus miembros han sido alzados a la categoría de santos. Pongo por ejemplo el proceso ultrarrápido de Monseñor Escrivá de Balaguer, o el de Juan Pablo II, mientras que otros aguardan decenas de años o más, para alcanzar la tan ansiada santidad.
Uno de esos procesos que se mantiene en vía muerta es el de nuestro venerado Fray Leopoldo, que por fin hace doce años. Los que estuvimos en la Base Aérea de Armilla fuimos testigos de su esperada beatificación, como paso previo a ser proclamado santo. El Papa emérito desaparecido recientemente, así lo dejó escrito para la posteridad:
«Nos, acogiendo el deseo de Nuestro Hermano Francisco Javier Martínez Fernández, Arzobispo de Granada, así como de otros muchos hermanos en el Episcopado y de numerosos fieles, después de haber consultado el parecer de la Congregación para las Causas de los Santos, con Nuestra Autoridad Apostólica, concedemos que el Venerable Siervo de Dios Leopoldo de Alpandeire, de la Orden de los Hermanos Menores Capuchinos, que testimonió el misterio de Jesucristo crucificado con el ejemplo y la palabra, al ritmo humilde y orante de la vida cotidiana y compartiendo y aliviando las preocupaciones de los pobres y afligidos, de ahora en adelante pueda ser llamado Beato y que se pueda celebrar su fiesta en los lugares y, según las normas establecidas por el Derecho, el 9 de febrero de cada año, día de su nacimiento para el cielo.
En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro el día 8 de septiembre del año del Señor 2010, sexto de Nuestro Pontificado.
Benedictus, PP. XVI».
Después de su paso por Antequera y Sevilla, Francisco Tomás de San Juan Bautista Márquez Sánchez, que así se llamaba, se asienta en nuestra ciudad definitivamente hasta su muerte, desempeñando la mayor parte del tiempo, la función de fraile limosnero, lo cual le obligaba a recorrer la ciudad a pie y entrar en numerosas viviendas solicitando donativos. Una de esas paradas habituales, la realizaba en el Carmen albaycinero de mi familia, donde mi abuela Juana, atea y republicana, le hacía pasar al interior.
Allí departía con él de lo divino y de lo humano, sentados ambos al abrigo de la chimenea en invierno, y en sendas hamacas del patio junto al botijo de agua fresca, en verano.
Mi abuela no creía en dios, pero al hermanico fray Leopoldo, que no se lo tocara nadie que le arrancaba los ojos al que fuera. Después de hacerlo pasar a la despensa, le llenaba la talega, y se despedían amigablemente hasta la próxima semana. El trocito del hábito de su amigo, se lo metimos en el ataúd, tal y como nos lo dejó dicho en vida. Ella murió 29 años después que él, y durante todo ese tiempo, el limosnero capuchino no tuvo mejor altavoz de su santidad que el de mi abuela.
Otro de esos expedientes, que inexplicablemente duerme el sueño de los justos, es el de nuestra venerada Conchita Barrecheguren, que por fin, parece que el próximo 6 de mayo dará un pasito más hacia la santidad. Cuesta trabajo comprender cómo hay cosas que para el pueblo llano y sencillo son tan claras, y para la institución religiosa tan opacas o dudosas.
Conchita Barrecheguren García nació en Granada el 27 de noviembre del año 1905. Su padre, Francisco Barrecheguren Montagut, era de Lérida, descendiente de una familia vasco-catalana. Su madre, Concepción García Calvo, era granadina. Conchita fue bautizada en la parroquia del Sagrario de la Catedral de Granada el 8 de diciembre de 1905. Su vida fue breve. No llegó a cumplir veintidós años –más exactamente, veintiún años, cinco meses y dieciséis días–. Al regreso de un viaje a Lisieux (Octubre 1926), una leve ronquera es el anuncio de la tuberculosis. Poco a poco, la enfermedad mina la frágil naturaleza de Conchita y los médicos aconsejan que se le traslade al carmen que tiene la familia Barrecheguren junto a los bosques de la Alhambra. Se confía en que los aires frescos y puros, que allí llegan con más facilidad desde la Sierra Nevada, puedan frenar el avance de la enfermedad y ayudar a la respiración de la joven enferma.
Lo extraordinario de Conchita es su vida ordinaria y común; pero, además, hay dos cosas específicamente singulares en ella y que le hicieron llamar la atención de quienes la conocieron: Su modo de aceptar y afrontar la cruz y su alejamiento del mundo y de todo lo que pudiera distraerla de su proceso de crecimiento espiritual. Eso, ciertamente, no pasó desapercibido. Que Conchita murió en olor de santidad, es algo que desde el 13 de mayo de 1927 ha corrido como la pólvora por Granada y sus contornos. La Causa de Beatificación y Canonización se inicia el 21 de septiembre de 1938, introducida por el cardenal Parrado, Arzobispo de Granada, y se clausura, en su fase diocesana, el 7 de noviembre de 1945. El 9 de febrero de 1956, día en que –curiosamente– murió Fray Leopoldo, el Papa Pío XII aprobó el juicio sobre sus escritos y declaró que en ellos no existe cosa alguna que sea obstáculo para proseguir su proceso de Beatificación y Canonización.
Su padre espera algo parecido, pero todo esto es lento…muy lento, demasiado lento.
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