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Han plantado ocho magnolios en mi parque, que es vuestro parque o, de otra forma mejor dicha, es vuestro parque solo que lleva inmerecidamente mi nombre. Me refiero al Parque del Periodista Tico Medina, que está cerca del Camino de Ronda; cerca de ... la Caja de Granada; cerca de esa institución que es, sin duda, lo mejor de lo mejor, y que es el Parque de las Ciencias; y tan cerca del edificio de la Rural, que está teniendo tanto éxito en el mundo entero, a la vera de tantas otras cosas hermosas de nuestra ciudad que dan gloria y alegría, y más en mayo.
Bueno, pues lo que les digo, que hace unos días un granadino de buen hablar me llamó para contarme la buena nueva: «Que si no le importa que plantemos ocho magnolios en ese parque. Me llamo Antonio García González y soy el secretario de la institución 'La Huella Verde', que depende de la Federación Granadina de Empresas y Turismo de Hostelería de Granada».
No le dejé terminar. A poco que me rompo de la alegría. ¿Cómo decir que no a plantar un árbol en este tiempo en que tantos se destruyen, se rompen, se dejan secar, se asfixian, en este tiempo cruel que vivimos? ¿Cómo decir que no a silenciar una noticia como esta? Hace unos días he quedado por teléfono a través de Rafael Vílchez con el alcalde siempre electo de La Alpujarra de la Sierra para ir este verano a abrazarme a ese castaño secular, donde en su día estuvo y también abrazó Don Andrés Segovia, marqués de Salobreña, después, eso sí, de echarse al cuerpo, como era costumbre en él, un taco de un kilo de jamón en la casa de nuestro amigo de Pampaneira, que me parece que estoy viendo aquel día que me dijo: «Este es el secreto, viejo amigo, de mi oficio en la guitarra: la fuerza y, además, que no me gusta la guitarra eléctrica que ahora se lleva tanto porque me puede dar calambre».
Tenía mucha gracia aquel hombre de Linares que había elegido Granada de segunda patria, que hasta las golondrinas, lo he contado tantas veces, dejaban de volar al ras por los patios del Generalife cuando él ponía en el aire la magia de su guitarra.
Bueno, pues que además es el tiempo del hermano árbol. Escribí mis versos primeros al pie de un ciprés y una higuera en la casa de mi abuela Concha, en mi pueblo, del que no me canso de escribir aunque sea en tiempo de elecciones.
Más debo contar que he buscado todo lo referente al magnolio, y que me lo sé de memoria. Lo he visto muchas veces y siempre me ha gustado su sombra blanca porque su flor es hermosamente blanca, mareante flor de vida, a veces un fuerte olor a esperma, no hagan cola, que el que más sabe de eso ya lo demostró en su tiempo de sabio clínico, mi amigo el doctor Paco Vergara, con el que vi en el cine Olimpia, creo, la película Gilda, y que me acaba de llamar, como siempre que le recuerdo, para preguntarme por mi salud, aunque es algo que él sabe como nadie a través de lo que escribo. Y de paso he querido saber si continua en pie la casa de la calle Gracia donde nació la Emperatriz Eugenia de Montijo Guzmán y Portocarrero, y me dice que sí, en la casi esquina por donde pasaba el tranvía de la calle Alhóndiga y me cuenta, Dios se lo pague, que a veces pasa por la calle Moral de la Magdalena (número 12 , segundo, ahí tienen ustedes su casa) cuando tiene tiempo, que ahora tiene todo el del mundo, y sube por la parroquia arriba, y allí sigue la casa con la lápida. Menos mal que por lo menos eso continúa.
Gracias, doctor Vergara, viejo amigo, ya sabes que nos hicimos, creo, aquella foto con el sombrero plano que te ofrecían para turistas en la retratería y yo posé con mi pañuelo al cuello, gitano más que gitano, aunque casi nacido en la casa cuartel de la Guardia Civil de Píñar.
Y me descubre el doctor Paco Vergara al teléfono: «Una foto que no te gustó nada, por cierto, y que rompiste en mil pedazos... Bueno, pues sabes una cosa, Escolástico, que yo volví donde habías tirado los trozos y los recompuse en mi casa de la calle Ánimas, número 4, donde vivían las dos familias Vergara, el gran acuarelista del piso alto, don Pablo, y en el bajo, don Francisco Vergara, que también pintaba como los ángeles. Lo que no sabias era eso, que yo reuní los pedazos del retrato que tú rompiste y los pegue con pegamín y los guardé en mi álbum familiar de fotos».
Es el bolero de «he reunido los pedazos del retrato que rompimos...» Si hoy encontrara de nuevo a mi ya viejo amigo Armando Manzanero, «esta tarde vi llover, vi gente correr», le ofrecería el argumento.
Gracias, Paco, y un beso para tu mujer, la que fue gran doctora también y a la que me has dicho que lees lo que escribo los domingos.
Ay Granada, suspiro largo, y he sabido que también han sembrado, ¿o se dice 'han plantado'?, ocho cipreses, muchas gracias, otro de mis árboles preferidos, el argumento de mi primer poema tantas veces por mi cantado.
Permítanme la memoria: «Soñando siempre en ser lápiz. El ciprés solo y abuelo. Con la raíz honda honda, y un murciélago en la fronda. Quiere pintar en el cielo. Harto de luna redonda. La luna- cuadrada. Como un pañuelo».
Les aseguro, les juro, a los pies de Dios, como antes se decía, que es un poema, o lo que sea, mío, escrito a los siete años. Cuando yo era poeta, que luego lo dejé en el camino con tanto ajetreo y tanta urgencia. Pero sí que les puedo decir que ya que estoy preparando el ajuar para morirme en Granada, dada mi edad y mi salud, que antes de irme del todo me gustaría plantar, de mi propia mano, eso sí, los siguientes árboles. A saber, un granado, claro. También puedo escribir y decir 'granao'. Una higuera, aunque le cueste tanto crecer y no la vea echar higos, para poder exclamar: ¡Higos míos!
Y ademas de lo dicho, una palmera ya hecha.
Y lo que forma parte de mis árboles de América, de hermanoamérica, a saber, un aguacate, para lo que pediré consejo a don Alfredo Amestoy, al que el otro día, en la penumbra de un estudio de televisión, pude darle un largo abrazo. Por cierto, ¡qué bella es su esposa!, la hondureña que llena su vida.
Sigo, una papaya, porque además da fuerza a los huesos, un mango, que es gloria bendita y que en la costa granadina están naciendo los mejores.
Por cierto, en la tele, uno que va de paso, y cuenta del ron que «la caña de azúcar vino de América» y el cañero, de la cañadus, aquella que de chicos chupábamos si es que nos lo merecíamos en casa. Pero otro corrige: «Me permite caballero que le diga que la caña sale de aquí y va a las Américas, que es como lo cantes, de ida y vuelta..., que van de acá para allá, que no es lo mismo».
Ya no me quedan más árboles que plantar, la yerbabuena, incluso el perejil ya lo he tenido desde mi casa granadina, como el olivo, que tengo uno aquí abajo, en el jardín comunal, y que veo crecer a la desbandada y donde ya cantan las aceitunas de la mañana y los últimos gorriones de la tarde.
Amo los árboles. Dicen que si se les abraza te dan su vida misma. He visto los del caucho en la Amazonía de Brasil, llorando siempre por el costado, el árbol del que colgaron al último rey caníbal de Haití, el bosque de la Emperatriz Sissi, el árbol del pan, el árbol del vino, que ya saben que es la viña a la sombra de los castillos franceses.
Podría escribir un libro verde. Muchas gracias a los amigos de 'La Huella Verde'. Por eso amo la Vega, porque de ahí vinieron las gentes que hicieron la Alhambra misma, los viejos secaderos de tabaco a los que llame en su día catedrales de humo, donde se podría hacer, por ejemplo, un museo del periodismo, que es lo nuestro, sin duda. Ayer, llama, luego ascua para acabar en ceniza, o la ultima historia del viejo duque arruinado que terminó su vida ahorcado de su propio árbol genealógico.
En fin, ¿qué quieren que les cuente a ustedes ya de mí que no sepan? Les cuento siempre todo, incluso lo que no debía contarles, pero son ustedes mis lectores, los que me mantienen vivo, como un árbol viejo, esos olivos viejos que aún quedan por ahí, en nuestra geografía y que se han convertido en museos vivos, en memoria de nuestro trabajo.
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