Luis García Montero (Granada, 4 de diciembre de 1958- …) ·
García Montero acaba de publicar 'Un año y tres meses', una obra en la que relata todo lo vivido junto a su mujer, Almudena Grandes, en el transcurso de la enfermedad que la llevó a la muerte y que presentará el próximo 28 de octubre en el Aula de Cultura de IDEAL
clara peñalver
Granada
Domingo, 2 de octubre 2022, 00:15
«Uno de los dos muertos debe seguir en pie.» Eso me dice, inspirado por una rima de Bécquer, cuando le pregunto por su propia muerte. Unas palabras que, más que palabras, suenan a sentimiento. El de perderse al perder, el de morir también el uno una vez establecida la certeza de la muerte del otro. «Yo ya me he muerto», prosigue, «sobre todo el 27 de noviembre de 2021, y, como sigo en pie, he aprendido algunas cosas». Para él la muerte es un ámbito de definición del tipo de ser humano que uno puede y quiere ser. «Uno no puede ser eterno, pero uno, más allá de la eternidad, quiere ser otras cosas». Y añade que los seres humanos maduran tomando conciencia de su propia desaparición y de la desaparición de la gente que quiere.
Si este fuera su último día, a nuestro nuevo idealista no fallecido le gustaría morirse en paz con la vida. A la tumba se llevaría sus bienes más preciados: la poesía, su compromiso con la política y la lucha contra las desigualdades y la injusticia. Y, sobre todo, la tranquilidad de haber conocido el amor y de saberse querido y cuidado por la gente a la que él quiso y cuidó.
Hoy hablo con Luis García Montero, poeta, ensayista, crítico literario, catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada, director del Instituto Cervantes y hombre en duelo. Hemos escogido la antigua Facultad de Medicina de Granada para conversar y, en cuanto nos sentamos a la mesa, me doy cuenta de que en realidad somos tres. El poeta. Yo. La ausencia.
La habitaución prohibida
El mayor de seis, pero no seis cualesquiera. «Es que soy madre de seis hijos, todos varones», se lamentaba su madre, pues en esto encontraba la única explicación para tanta travesura concentrada en una sola casa.
La Granada de García Montero es la de principios de los años sesenta. Nació en la calle Lepanto, pero enseguida su familia se trasladó al Paseo de la Bomba. Le pregunto por una estación del año. Él me habla del ocaso del verano cuando, al regresar de las vacaciones en Motril, siempre encontraba frente a su casa un puesto de melones y sandías. «El encargado se quedaba a dormir para que no le robaran el puesto», me dice, y evocar ese recuerdo lo lleva al despertar de la memoria olfativa. De las sandías y los melones al café con leche que preparaba su abuela para acompañar los churros los domingos y, de ahí, al aroma de los jardinillos que se colaba por la ventana de su habitación junto al frescor de la noche. Y mientras habla descubro en el brillo de sus ojos y en la melancólica sonrisa que lleva puesta que su química cerebral ha empezado a jugar de verdad con los recuerdos. Me habla del traqueteo y la campana del tranvía de la Sierra. Del grito del vecino don Alfonso García Valdecasas –«¡No me jodáis la marrana!»– cuando la pelota con la que jugaban al fútbol se les escapaba y golpeaba su coche, apodado por ellos, por razones evidentes, La Marrana. El zumbido de los ciclomotores y el despertar de los obreros que se detenían en el bar de la estación del tranvía a tomar un café aderezado, quizá, con un chorrito de anís. ¡Ah! Y el gentío y la música de las casetas del Corpus en junio. Y, durante todo el año, el silencio casi reverencial del salón prohibido, un rincón de la casa vetado a juegos infantiles y reservado, aparte de para las visitas, para los libros.
Luis encontró la poesía en aquella habitación, primero a través de la voz de su padre, que recitaba los poemas de Espronceda, del duque de Rivas y de García Lorca recogidos en una edición de 1958 de 'Las mil mejores poesías de la lengua castellana'. Más tarde, se dejó atrapar por ella a través de la lectura y de la palabra escrita. «Para mí la poesía pasó a ser entonces como un territorio de lo sagrado donde descubrí muchas cosas en las que a veces no caíamos cuando nos quedábamos en la superficie de la realidad», me cuenta.
Animal de compañía
Soy consciente de que estoy rompiendo las reglas de mi propio juego. «Demasiada infancia», me he dicho a mí misma en varias ocasiones y, sin embargo, no he podido, o no he querido, dejar de dibujar al niño Luis. ¿No están acaso las reglas para romperlas?
Si hay algo que ha de aprender todo escritor es que la historia manda. Y esta historia no me pide desgranar la adolescencia y la vida adulta de García Montero. Tampoco me pide hablar del premio que lanzó su carrera ni del impacto que tuvieron en él su amistad con Rafael Alberti o con Javier Egea, cuya muerte sigue aún hoy siendo un desgarro en lo más profundo de su alma.
Esta historia me pide dejarme llevar, seguir mirando a los ojos a Luis mientras se acerca a esa ausencia que nos acompaña desde el inicio de este encuentro. Regresamos a la muerte: «Vas creciendo y de pronto te encuentras que no es solo una reflexión del 'te vas a morir', sino que es una presencia cotidiana». Y, de un modo natural, la ausencia va cobrando forma al son de las palabras: la forma de los recuerdos. «Hoy en día el cáncer se supera. Nosotros no tuvimos suerte». Ese 'nosotros' son Luis y Almudena, la escritora Almudena Grandes, su mujer, el amor de su vida, que falleció el 27 de noviembre del pasado año.
Cuentan quienes más los conocían que cuando Almudena y Luis se encontraron por primera vez no pudieron evitar lo inevitable. Se atrajeron de inmediato. Y se amaron. Durante muchos años. La enfermedad los pilló por sorpresa, sobre todo a él, que siempre dio por sentado que sería el primero en morir: «Se sufre mucho. Y cuando te dan malas noticias, pues se pierde la esperanza. Y después te convences de que es posible una salida. Y después ves que la salida ya no es posible. Pero están los cuidados. Está el saber cuidar al otro. Y, aunque se sufre mucho, al final, cuando pasan los meses y recuerdas, te das cuenta de que uno de los mayores bienes de tu vida ha sido poder cuidar a la persona que quieres.»
Me cuenta que uno de sus mayores orgullos fue constatar el cariño de los lectores hacia Almudena. Recuerda el cementerio el día de su entierro: un hervidero de personas y de libros. Y confiesa que la muerte de su mujer se ha convertido en un animal doméstico, «en una compañía diaria que se manifiesta cuando estás en casa y todos los complementos de la vida diaria te devuelven a la conciencia de soledad y pérdida». Sin embargo, Luis no borraría ni uno solo de los segundos que pasó a su lado en el transcurso de la enfermedad.
Hace meses que hablo aquí sobre la muerte, la vida y la memoria, pero hasta hoy no había sido consciente de lo que realmente importa en todo esto. Entre el nacer y el morir hay mucho más que una vida. Entre el nacer y el morir están el amor y el cuidado. Hacia los demás. Hacia uno mismo.
Cuando muera, Luis García Montero quiere ser recordado de dos formas. En primer lugar, y mientras existan quienes lo quieren y lo echarán de menos, con la frase «Supo amar y supo ser amado». Después, cuando esas personas ya no existan, querría como epitafio una única palabra: «Poeta». Ojalá así sea llegado el momento. Mientras tanto, viva en paz.
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