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EMILIO DE SANTIAGO
Domingo, 29 de octubre 2006, 03:34
ERA callada; quizá tímida también, pero era sabia. Perita extraordinaria en el difícil y enrevesado ámbito de la Paleografía y la Diplomática. Conocía, como muy pocos, el arte de transcribir las endiabladas grafías que culebrean por los polvorientos folios de viejos manuscritos y pergaminos. Desvelaba con precisión sus arcanos por muy intrincados que fueren los ensortijados trazos de los amanuenses y escribanos de siglos pretéritos. Allanaba, con magistral e impagable labor, el camino a los estudiosos de la Historia. (Algunos andaban y aún andan ayunos de conocimiento tan necesario para documentar sus trabajos como es la correcta lectura de los documentos de archivo de siglos pasados). Su tarea era ardua, concienzuda, mas en ella nunca se reflejaba el cansancio o el desaliento. Sí, y de manera evidente, su talante humilde, servicial hasta el colmo. Cuando, siendo estudiantes, nos desesperaba una 'tendilla' perversa, una gótica cursiva o una procesal atroz, con las que no dábamos nadie pie con bola, M.ª Angustias, bondadosa sonrisa pintada en su rostro casi maternal, venía siempre en nuestro auxilio. Nunca tuvo esta esclarecida granadina una buena audición. Sin embargo, al contrario de lo que a veces suele acontecer en estos casos, no fue esto causa de aislamiento personal ni de complejo alguno manifiesto. Con el tiempo, había adquirido tal soltura y disimulo que apenas se le notaba tal limitación; acaso, sólo ya en su vejez se hizo patente su teniente oído. Su bondad, su exquisita simpatía, ponían en olvido todo lo aquello que no fuera su probada solvencia académica. Era amena conversadora, poseía prodigiosa memoria fotográfica.
Empecé a tratarla desde niño, por la amistad que unía a mi padre con su hermano Emilio. Pero la cosa venía de mucho antes en el tiempo. Como joven militar, mi padre había servido a las órdenes del coronel Moreno, hombre excepcionalmente bondadoso según se refería en casa. Este rasgo de carácter, por seguro azar de la genética, debió transmitírselo a sus hijos, pues que los que conocí hacían todos honor a esta cualidad paterna. La casa de M.ª Angustias era uno de esos sorprendentes lares donde el tiempo parecía haberse detenido. Su acelerado fluir se serenaba, como el aire en la célebre oda de Fray Luís de León. De hermosura y luz no usada, vibraba asimismo el pequeño jardincillo en el que un amplio porche exhibía parte de una magnífica colección de zapatas moriscas y renacentistas de las que hacían colección. Los Moreno-Olmedo (Emilio, Carmen, M.ª Angustias y su anciana y solícita madre, doña Rosa) coleccionaban con esmero libros, partituras, viejas tradiciones amistad fraterna. Las tertulias que se iniciaban como a la hora que los victorianos ingleses llamaban «tea time» (ya los británicos ni son victorianos como es lógico, ni su 'divina' infusión reviste aquellos ceremoniales que la adornaban) y concluían bien entrada la noche. Como he dicho, el tiempo, las horas, como en la conocida ópera de Ponchielli, bailaban su particular e ingrávida danza sin hacerse notar. Parecían no existir los relojes. Cuántas cosas podían aprenderse allí, en aquella suerte de enciclopedia doméstica y viva. En ocasiones, ella se retiraba un poco de la mesa en torno a la que nos sentábamos -yo a escuchar; otros a conversar acerca de mil temas siempre constelados en derredor de las granadas pasadas que, 'manriquiano modo', fueron mejores- y emprendía su tarea de corregir ejercicios, clasificar fichas o perfilar transcripciones 'de encargo'.
El archivo y la biblioteca de la Alhambra, además de las aulas de la antigua Facultad de Letras de Puentezuelas, era el otro escenario, éste aún más bello que el neoclásico Palacio de los Condes de Luque, donde comenzó M.ª Angustias una ímproba labor de catalogación y de registro sin otro valimiento tecnológico que sus manos y su clara caligrafía tan distante de los laberintos paleográficos con los que, a diario, lidiaba entusiasmada. Tenía una retribución de miseria y un trabajo a destajo. Me parece estar viéndola bajar la cuesta en dirección a la Puerta de las Granadas, una vez concluida la jornada en su despachillo del Palacio de Carlos V. Su andar lento y contemplativo; su mente acaso puesta en alguna lámina de las que había de explicar al día siguiente en el espacioso Seminario de Paleografía donde 'reinaba' don Antonio Marín y Eladio de Lapresa -arrolladora simpatía- se distribuía quehaceres docentes con ella. ¿Oh tiempos! Diría Cicerón. Ya no volverán. Pero los que fueran sus colegas y discípulos le han dedicado el homenaje de un libro que será próxima y solemnemente presentado. Mis felicitaciones a los promotores de la idea. Lo mío, estas modestas líneas que escribo, son sólo un cariñoso recuerdo de amigo que no tiene más pretensión que la de rescatarla de posibles olvidos o mostrarla a quienes no la pudieron conocer porque vinieron después.
Mujeres como ella honraron nuestro claustro profesoral con el vigor y el empuje que tanto se atribuye a los varones, infelizmente en casos concretos. En la Universidad, no ha mucho, impunemente hasta la presente, se ha destrozado una histórica rotativa. Vive Dios, que jamás eso hubiera acontecido si a una de aquellas 'vestales' (Joaquina, Carmina, Elena, las Pardo o la misma M.ª Angustias) se les hubiese encomendado su guardia y custodia. Tomen lección de maestras de antaño, mindundis de hogaño.
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