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FIDEL VILLAR RIBOT
Viernes, 1 de diciembre 2006, 04:12
LO más arriesgado del arte es cuando pretende plasmar las evidencias. Y no se entienda ahora por evidencia lo que sea la obviedad de una presencia. Esto consistiría en apropiarse de fragmentos de la realidad que en la mayoría de los ejemplos que se pudieran aducir no dejarían de ser sino los engaños fingidos de la apariencia con los que suele mentir la realidad. Por evidencias habrían de entenderse todas aquellas ideas que subyacen tanto en el proceso de la percepción como en el de la creación artística.
Y en el caso de la obra escultórica de José Manuel Darro (Alcalá la Real, 1958) el asunto es muy patente. Básicamente se trataría de instaurar un discurso formal a partir de la dicotomía fundamental que hay entre la quietud y el movimiento. Pero este trabajo surge como consecuencia de una minuciosa e inquieta labor de taller en el que colabora también el arquitecto granadino Alejandro Muñoz Miranda. En efecto, bajo la denominación de 8.8 se creó en el año 2000 este Colectivo con la idea de poner en marcha un Proyecto de Investigación de Escultura, entre cuyos frutos está ya el magnífico monumento dedicado a Fernando de los Ríos en que, junto a la escultura del ilustre político socialista, se encuentra el 'Granado geométrico'.
En tal sentido de indagación del Equipo 8.8, la escultura ha de comprenderse como un modo de concederle a la forma el poder expresivo de la dicción que nombra la materia. Porque ésa es otra: ¿con qué construye el escultor, con la materia o con el vacío? O dicho de otro modo: ¿qué hay que contemplar, lo representado o lo vacío? Porque toda escultura es un conjunto de signos que el artista pone en acción para procurar que un latido dé vida a la experiencia artística en la que confluyen el que crea y el que mira. Aunque sería conveniente saber que no se trata de proponer una concesión gratuita al geometrismo abstracto ya que las formas están concebidas a partir de una unidad elemental que viene a producir la multiplicidad orgánica -he ahí la tarea de transformación con distintos órdenes de procedimientos- sobre una región generatriz en donde el espectador jamás pierde la propia semiótica de su visión.
Entonces, la cuestión que plantea José Manuel Darro no es otra que elaborar una serie de propuestas que ensencializan las interrogaciones que él mismo se hace y en las que el espectador luego hallará las respuestas en forma de riqueza expresiva de un mensaje estremecedor.
Por eso, el primer contacto con una obra de José Manuel Darro significa ponerse enfrente de aquello que promueve un desvelamiento de la mirada, ofreciendo todo un itinerario de la intimidad. Pues íntimo es el hecho de ver el interior de la materia -latiendo en sus causas y en sus efectos- y descubrir después que existe una conmovida armonía en el espacio representado. Es el instante de comprobar que la realidad tiene un punto de equilibrio más allá de la pura geometría. Claro está que las verdades del espacio son asunto exclusivo de la geometría, pero el equilibrio también pertenece a la dimensión inasible que se palpa al otro lado de la sensación. Aunque no debe confundirse nunca el equilibrio con el hierático estatismo. Es, como se interrogó Chillida, «¿De dónde sacó el hombre el concepto de lo estable? ¿No es precisamente estabilidad el más antinatural y contrario a la vida de todos los conceptos? ¿No son, por otra parte, el tiempo y el espacio la negación de la estabilidad y la afirmación del cambio?». La clave está en abocetar la sinceridad con el gesto más sencillo que quepa en el hombre sin ningún afán de posesión. Acaso sería necesario apelar a ese estado de quietud que con tanto rigor y claridad defendió Miguel de Molinos en sus escritos cruciales como 'Defensa de la contemplación' y 'Guía espiritual'. Y en ese estado es donde se localiza el tema prioritario de estas obras de José Manuel Darro: lo existente en la naturaleza se revela como un acto primordial de interioridad. Por ende, interesa siempre más lo cualitativo que lo cuantitativo. De ahí que lo que importe sobremanera sea aportar pequeñas muestras de esos signos que constituyen el momento -la temporalidad aprehendida-, para que las formas cobren su propia explicación elemental. Las líneas y los planos en los que se resume su lenguaje adoptan el valor de lo móvil desde su quietud yacente.
Es como si el artista optara finalmente por intentar darnos pistas muy sencillas con el objeto de hacer toda una arquitectura del espacio. Un espacio al que no le preocupa en absoluto el naturalismo como propiedad identificadora, ignorando los tan socorridos anclajes del mimetismo. Cuanto el espectador consigue aquí es conquistar esa virtud del contenido en donde radica la búsqueda de esa verdad última que el arte ofrece.
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