Este año se cumple el centenario de unos episodios de triste recuerdo en la historia militar de España, el Desastre de Annual. Un verano nefasto, aquel de 1921, en el que se perdieron más de diez mil vidas en las posiciones militares españolas del norte ... de África, todo un cuerpo entero del Ejército.
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Desde 1920 la Comandancia Militar de Melilla estaba a cargo del general Manuel Fernández Silvestre, un belicoso oficial veterano de la guerra de Cuba. Nada más llegar al cargo emprendió una campaña destinada a la ocupación del territorio del Protectorado, hasta Alhucemas. Podría convertirse en el conquistador del Rif y en el militar más popular desde Espartero.
El 12 de marzo de 1921, Silvestre, testarudo y temerario, ocupó Sidi Dris y llegó a un límite que rebasó imprudentemente, tomó Annual, donde estableció el campamento a unos ochenta kilómetros de Melilla. Para proteger la zona decidió tomar el cerro Igueriben, a seis kilómetros de Annual, un montículo rojizo de constitución rocosa, en forma de meseta, aislado y sin posibilidad de obtener agua. Se conquistó el cerro, sin dificultad, el 7 de junio, con un ejército de obreros y campesinos procedentes de la milicia, mal equipados, peor vestidos y con pésimo entrenamiento.
Desde el primer momento, Igueriben soportó numerosos ataques de las fuerzas del cabecilla traidor Abd el Krim, pero fue el 17 de julio cuando los rifeños iniciaron el asalto definitivo. Hasta ese día unos trescientos cincuenta hombres al mando del comandante Julio Benítez Benítez defendieron como héroes la posición. Al amanecer, el montículo estaba cercado por las cabilas enemigas. Las provisiones procedentes de Annual eran interceptadas en el camino, escaseaban y terminaron agotándose. Los defensores de Igueriben sufrieron las torturas del hambre, de las altas temperaturas y de la sed, y, aislados más de un mes, llegaron a beber la tinta, la colonia y hasta sus propios orines mezclados con azúcar.
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Conforme avanzaban los días el número de bajas y de heridos aumentaba. Junto al parapeto disparaban todo el día, incluso los heridos. Los muertos no podían ser enterrados por lo rocoso del terreno ni los heridos, curados, por falta de material y de personal sanitario. La situación recrudecía por el implacable sol del Rif y el hedor de los cadáveres en descomposición, de hombres y de acémilas. Las ametralladoras dejaban de funcionar por falta de refrigeración. Los fusiles se desatinaban. La munición se acababa. Hombres y armas se derretían. La artillería enemiga continuaba haciendo certeros blancos.
Cinco días duró el asedio. Al despuntar el día 21 de julio salió de Annual una columna de tres mil hombres en un desesperado intento de desalojar Igueriben, pero la moral de los soldados estaba por los suelos y acabaron retirándose ante el ataque endemoniado de los rifeños. Silvestre ordenó que pactaran la rendición, a lo que Benítez contestó: «Como la tropa nada tiene que ver con los errores cometidos por el mando, dispongo que empiece la retirada, cubriéndola y protegiéndola la oficialidad. Los oficiales de Igueriben mueren, pero no se rinden».
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A las dos de la tarde se organizó la evacuación. No quedaban vivos más de cien hombres. Los oficiales se quedarían a cubrir la retirada y los soldados intentarían romper el cerco para llegar hasta Annual. Benítez transmitió su último heliograma a Annual: «Solo quedan doce cargas de cañón, que empezaremos a disparar para rechazar el asalto. Contadlos y, al duodécimo disparo, abrid fuego sobre nosotros, pues estaremos revueltos con los moros».
Entre tantos valientes se distinguía Aurelio Daza Rojas, un sargento en cuyo corazón vibraba el amor hacia el que sufre y la abnegación del héroe. Él era el que, después de batirse con temerario arrojo, elevaba el ánimo de los hombres y acudía solícito al lado de los enfermos y de los heridos. Curaba, como podía, las heridas de aquellos cuerpos, enjugaba el sudor de sus frentes y siempre tenía palabras de consuelo y ánimo para todos. Y hasta alguna breve oración para los muertos. Aurelio realizaba verdaderos milagros para llevar algún alivio a aquellos hombres que veían en él a un mensajero de la caridad, enviado, por el ruego de tantas madres angustiadas, al infierno de Igueriben.
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Había nacido el 19 de marzo de 1896, en Asquerosa, hoy Valderrubio. Tras unos años en la escuela y después de conocer las ingratas tareas del campo, emigró a Francia con su hermano Antonio, doce años mayor que él, en su noble deseo de encontrar un porvenir más dichoso. Poco después fue requerido para cumplir el servicio militar, y como fiel servidor de la patria regresó a España, en 1917, siendo destinado al Regimiento de Infantería Ceriñola número 42, en Melilla. Los mandos de su regimiento observaron que Aurelio era una persona seria, honrada y ordenada. Era, sin duda, un joven eficiente, atrevido y con ciertas dotes de mando, por lo que no dudaron en ascenderlo al empleo de cabo. Finalizados los casi tres años de compromiso se reincorporó al Ejército. Era estudioso y aprovechaba el tiempo. En 1920, fue promovido al empleo de sargento y un año después su compañía intervino en la conquista del maldito cerro Igueriben.
El 21 de julio, como encargado de la munición, Daza recibió la última orden de su comandante: «Veinte cartuchos por cabeza». No quedaba más munición. Cumplió con precisión la orden, ajustó la bayoneta a la boca del fusil y al frente de su sección se dispuso a abandonar Igueriben. Apenas se inició la evacuación, el enemigo, en considerable superioridad, irrumpió en la posición. Los españoles gritaban, corrían, disparaban sus fusiles Mauser y, en último trance, acuchillaban. Morían matando. Una bala traidora penetró en la sien de Aurelio y paró el curso de aquel noble corazón. Su cuerpo quedó al lado de una peña, sobre un charco de sangre, cara al cielo. Sucumbió casi la totalidad de la tropa y todos los oficiales, excepto el teniente Casado. Fue la Tragedia de Igueriben, preludio, al día siguiente, del Desastre de Annual, la mayor catástrofe de la historia del Ejército español.
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Como los pueblos se honran cuando enaltecen a sus héroes, Valderrubio decidió, en 1926, dedicar una lápida a la memoria del sargento Daza. Así se hizo, en su casa natal, y por fortuna todavía sigue en pie, gracias al celo de los distintos moradores. El vecindario acudió en masa al solemne acto de inauguración, porque los héroes no tienen etiquetas.
Al cumplirse el centenario de aquel trágico episodio, el municipio de Valderrubio debe organizar, el próximo 21 de julio, una parada militar y colocar una corona de laurel en la lápida que recuerda al heroico sargento Daza, en homenaje, también, a los defensores de Igueriben, que como los últimos de Filipinas sacrificaron la vida por ser leales a su juramento de fidelidad a la bandera. Si la crisis sanitaria no lo permitiera, quedará aplazado, pero sin que se olvide, porque el olvido es la mayor ofensa que se puede hacer a aquellos hombres de honor.
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