Las campanas de la Encarnación rebotan en la garganta de Íllora. Juan, Juan. Hay nudos por todas partes: en el estómago, en las manos, en el alma. El silencio descarnado se rompe con los ojos rojos y vacíos, agotados, perdidos en una locura que parece larga pero que empezó hace poco más de 24 horas. Juan, Juan. El chasquido abrasador de las siete de la mañana, junto al ferial, quemará para siempre en las vidas de un pueblo que no aguanta más. «¿Qué pinta aquí Dios?», se pregunta un joven, hundido tras un par de gafas oscuras. «Que Dios lo devuelva», desafía en susurros, con los pies anclados en la tierra. Juan, Juan.
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ALFREDO AGUILAR
Yenalia Huertas
Yenalia Huertas
Queda media hora para que empiece la misa y la iglesia está llena. San Rogelio, patrón de Íllora, también está dentro, esperando pacientemente junto al altar. Este martes, a esta misma hora, debería estar procesionando por las calles del pueblo. Pero se queda en casa, claro, como todos los demás. Por Juan.
El tañido de las campanas se desliza por las estrechas cuestas del pueblo hasta chocar con los muros del castillo. Los accesos a la plaza están protegidos por patrullas antidisturbios de la Guardia Civil. Un grupo de chavales se coloca en una de las esquinas de la plaza, con la cabeza gacha y el móvil encendido por accidente. Los mayores se apoyan en la barandilla y observan con atención la calle Carnicería. A lo lejos se intuyen las primeras luces.
Dos motos escoltan al coche fúnebre y, detrás, una comitiva larguísima y dolorosísima camina lenta. Pesada. Obligada. Los primeros en llegar son Reyes y Andrés, los padres de Juan. «Ningún padre debería vivir esto», se escucha sobre las escaleras, con un sentir compartido. Después vienen los abuelos. Y los amigos. Y todos lloran. Lloran y lloran tanto que es imposible no llorar con ellos.
La pandilla de Juan se encarga de sacar el ataúd del coche y de transportarlo hasta el interior de la iglesia. El peso es tan grande que los quejidos son desgarradores y angustiosos. Sus caras son indescifrables y complejas. Hace dos días eran niños y hoy llevan sobre sus hombros el peso de la vida misma. «Juan es autenticidad. Juan es fe -comienza la misa-. Porque todo lo que hacía Juan en los estudios, en el deporte, en la amistad y en el amor lo hacía entregándose a los demás. De todos esos dones estamos todos muy necesitados».
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El cura, en la homilía, recuerda uno de los titualres que ha leído estos días: «El día que cambió Íllora para siempre». «Desde ayer Íllora no es igual -sigue-. No sólo tenemos referentes como San Rogelio, ahora tenemos una persona tan cercana como Juan. Quisiera que el título se hiciera realidad. Que todo lo bueno que había en él no quede en el pasado. Que Juan sea el comienzo de una nueva forma de vivir en Íllora».
A las 20.25 horas, los amigos rodearon de nuevo a Juan y lo sacaron de la iglesia. El pueblo, Íllora, estalló en una ovación que salió de los muros de piedra y corrió por la calle. Con el ataúd en el coche, los chavales lloran. Un llanto duro. Un llanto arrebatador. El llanto de unos niños que ya no lo son. «¡Viva Juan!», gritan desde lo alto de la plaza. «¡Viva!», responden al unísono miles de voces.
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El pueblo se va detrás del coche, por la calle Carnicería, como un río de lava negra. Siguen el camino al cementerio, situado en la calle Diego de Siloé, la misma donde, maldita sea, murió Juan. El llanto es eterno. Las lágrimas infinitas. Y al llegar al camposanto, el aire se paró en seco para escuchar el silencio. Juan, Juan.
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