El castillo, para el pueblo de La Calahorra
Juan José Gallego Tribaldo
Miércoles, 11 de diciembre 2024, 23:59
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Juan José Gallego Tribaldo
Miércoles, 11 de diciembre 2024, 23:59
La peculiaridad del castillo de La Calahorra radica en que se erigió cuando ya había pasado la moda de levantar castillos y se imponía la de construir palacios, bajo las armónicas normas del Renacimiento; se le puede catalogar, por tanto, como última fortaleza medieval y ... primer palacio renacentista de España, reunidos en el mismo edificio.
El hacedor de esta impresionante obra, anclada en un rocoso cerro que domina la hermosa llanura del Marquesado del Zenete, fue un noble de peculiar personalidad, culto y déspota, tacaño y espléndido, gallardo y violento, a caballo entre el ya caduco señor feudal y los refinados príncipes humanistas que surgieron en la antesala de la Edad Moderna:
Rodrigo de Mendoza, hijo del Gran Cardenal y nieto del marqués de Santillana, quien, según alguna crónica de la época, fue de joven «mal sesado» y de mayor, polémico, mujeriego, conflictivo, pero, a la vez, amante de las artes, de las letras y un profundo conocedor del nuevo movimiento artístico surgido en Italia, el Renacimiento. Niño mimado en la corte de los Reyes Católicos, donde se educó, fue etiquetado por la reina Isabel, en simpática ocurrencia, como «el más bello pecado del cardenal». Un prototipo típico de nobles renacentistas como también lo fueron Garcilaso de la Vega, algún Borgia y otros personajes de alta alcurnia.
El castillo de La Calahorra se construyó entre 1509 y 1512 y en él pudo vivir el matrimonio de Rodrigo de Mendoza y su segunda esposa, María de Fonseca, no más de ocho años, pues en 1520 ya residen en Valencia donde poco después ambos mueren. Una vez que el matrimonio Mendoza-Fonseca dejó La Calahorra, el pueblo entra en rápida decadencia y el castillo comienza un largo caminar en que el abandono y la dejadez son rasgos distintivos. Lo heredó su hija Mencía pero, al no tener descendencia, pasó finalmente a su hermana menor, María, quien, casada con el duque del Infantado, el castillo-palacio de los Mendoza se incorporó al copioso acervo palaciego de otra familia perteneciente a la más alta aristocracia española: la Casa del Infantado.
Durante demasiado tiempo se sumió el castillo en el olvido, teniendo varios propietarios, hasta que en el siglo XX pasó de nuevo a la Casa del Infantado, llegando a ser heredado por Sor Cristina de Arteaga, religiosa de las Jerónimas; pudo haber sido un seminario, no lo fue, como tampoco un parador de Turismo que en los últimos tiempos del Franquismo se quedó en proyecto.
Nada han hecho los propietarios anteriores, ni los actuales, por remozarlo, reconstruir los deterioros y mantenerlo en un buen estado de conservación, por lo que, aunque el exterior es indestructible, el interior se muestra vulnerable y está en franca decadencia, incluso con el riesgo de techumbres carcomidas, torreones socavados y suelos cimbreantes expuestos a un evidente peligro. Es por ello que ha llegado el momento de tomarse en serio esta espléndida construcción que, tras cinco siglos de edad, necesita unas atenciones artísticas y logísticas, si no queremos que su bellísimo interior, del más puro renacimiento italiano, se vaya desmoronando poco a poco, más de lo que está.
Deben ser las instituciones quienes exijan a los propietarios un mantenimiento preciso y especializado; o bien, comprarlo, cederlo al pueblo y ayudar a vigorizarlo con todos los medios que dicha restauración precise porque el Ayuntamiento, por sí mismo, no podría hacer frente a los copiosos gastos que las reparaciones y conservación exigen. Tampoco hay un tejido empresarial en la zona que pudiera colaborar en los necesarios costes.
Dicha compra y posterior cesión, si llegara a buen puerto, debe repercutir directamente, y de una manera positiva, en el progreso de la comarca, hoy por hoy, en lamentable y progresivo abandono. Aquellos pueblos, donde la vida bullía en calles colmadas de niños jugando hace unas decenas de años, hoy aparecen fantasmales, sin gente, sin bullicio, sin alma, porque el silencio y la desidia los ha ocupado, quizás, de una manera definitiva.
Es la comarca del Marquesado del Zenete uno de los escenarios más bellos, no sólo de la provincia de Granada sino de toda la geografía española, pues el paraje donde se asienta no puede ser más hermoso: una penillanura enmarcada por los pinares que ascienden hacia la Alpujarra, la sierra de Baza a las espaldas y el impresionante murallón de Sierra de Nevada como telón de fondo. Y en el centro, la atalaya vigilante e inamovible del castillo de La Calahorra, cuya silueta se divisa desde varios kilómetros a la redonda.
Un sublime paisaje pletórico de luz y armonía, solemne y grandioso, salpicado de pueblos entrañables y habitado por personas nobles, trabajadoras, sencillas y resignadas.
Por responsabilidad, justicia y cariño, ha llegado el momento de dignificar las tierras del Marquesado del Zenete; y las Administraciones, tanto a nivel nacional, como autonómico, provincial y local deben comprometerse en dicha tarea. No es la gran solución ni la definitiva, por supuesto, pero sí un paso significativo en la recuperación de la comarca. Merece, por tanto, la implicación de las diversas instituciones para conseguirlo.
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