Un día en el que todo permanecía tranquilo en el pueblo de Castillo de Tajarja, como de costumbre, el ruido de un helicóptero que se posó en el campo de fútbol alarmó a los poco más de 350 vecinos de la aldea, perteneciente al municipio ... de Chimeneas. Los curiosos que se acercaron hasta el lugar vieron bajarse a cuatro hombres, bien vestidos, que hablaban, dicen los testigos, «en extranjero». El grupo saludó a los lugareños y se dirigió hasta la calle Constitución mientras la nave levantó el vuelo y se marchó. Buscaban el restaurante El Olivo, para almorzar. En el futuro habría otros vuelos y otros grupos que procedían de Reino Unido, Alemania o Dinamarca, pero los vecinos empezaron a verlo como normal.
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El propietario del restaurante, Miguel García Raya, cansado de recorrer como chef las cocinas de medio mundo, decidió que quería cocinar para él y poner al servicio de sus clientes los conocimientos que había atesorado en China, Nueva York, París, Madrid, Burdeos, Andorra... y la propia capital granadina. Y su éxito fue rotundo convirtiendo su local en un restaurante de referencia en la provincia y fuera de ella.
Hijo de un barbero del Realejo y mayor de cuatro hermanos, se iba mucho con su padre, enfermo crónico desde joven que pasaba largas temporadas en el hospital. «De niño aprendí a afeitar y hacer los arquillos, pero tenía claro que la barbería no iba conmigo, y cuando los clientes de mi padre preguntaban qué iba a ser de mayor respondía siempre que cocinero». De aquellos años en la barbería Miguel recuerda a fray Leopoldo, que se pasaba por el local de ronda por la zona pidiendo limosnas para los pobres. «Cada vez que me veía me pasaba la mano por la cabeza y me decía 'rubio, que Dios te bendiga». Cada día repetía su paseo por los bares y tiendas desde la Carrera del Darro, calle Molinos, el Barranco del Abogado... «Todos le daban algo, dos reales, una peseta, lo que buenamente podía cada uno; era un hombre que se hacía querer, desprendía bondad en sus palabras».
Un padre enfermo y una familia con apuros económicos en tiempos difíciles hizo que se las ingeniase para comer caliente y ganarse una pesetillas, así que con siete años, cuando salía de la escuela se iba a la panadería de Ana, cerca de su casa, para limpiar el cabello de ángel de las latas de las tortas de la Virgen, y, sobre todo al bar El Romeral, donde además de lavar platos, barrer y fregar, en la cocina hacía albondiguillas y limpiaba el pescado para las tapas. «No cobraba nada, lo hacía porque me gustaba y a cambio me daban de comer porque en casa no sobraba», dice Miguel, que recuerda una infancia feliz pese a la pobreza.
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A veces su labor de cocinillas la compartía también en El Sota, en su barrio del Realejo. «Ayudaba a la señora Carmen a preparar el rape en adobo, limpiar calamares, y los fines de semana lo dedicaba a cocinar callos y caracoles en la Patrona. Unas veces me daban dos duros, otras veces tres». En la carretera de la Sierra, con Pepe Sánchez, hacía su popular pollo al ajillo y a la napolitana. «Me dejaba la bicicleta y me iba a comprar los pollos al hospital de los locos, en la carretera de Málaga; lo hacía porque era la única oportunidad que tenía para ir en bicicleta. Entonces pocos niños tenían una».
Era espabilado. Conocía a todos los propietarios de bares de la zona porque eran clientes de su padre en la barbería, así que se pasaba por los locales y les ofrecía echarles una mano en la cocina. «Siempre me decían ¡pasa, que algo habrá que hacer! Además de trabajar yo me empapaba con todo lo que veía y aprendía. Trabajé mucho de niño a cambio de jugar poco, pero me sirvió para abrirme camino después».
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Lo cierto es que Miguel aprovechó bien el tiempo y con catorce años trabajaba de pinche en el hotel Washington Irving». Asegura que allí acabó por azar. «Fue gracias a mi vecino Pepín, que se iba a casar, y estaba haciendo la mudanza en la calle Santiago. Me ofrecí para ayudarlo. El era jefe de partida en el restaurante del hotel y le dije que si surgía una oportunidad que me echase una mano. Y al poco hubo un hueco y me llamó. Dos años después ya era ayudante de cocina. Empezaba la jornada limpiando las cocinas, pelaba patatas y ayudaba a Cloti a preparar los desayunos».
Una de las etapas que recuerda con cariño fue su paso por la cadena Meliá. «Confiaron mucho en mí y tuve la oportunidad de pasar por Santiago de Compostela en el Año Santo Compostelano, estar en la inauguración del Meliá Madrid y después en el hotel de Magaluf, en Mallorca, donde llegó a ser jefe de cocina.
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Miguel no paraba ni en vacaciones, que aprovechaba para cubrir bajas en hoteles de la cadena donde podía aprender estilos diferentes, hasta que llegó el que pudo ser uno de sus mejores momentos: las jornadas gastronómicas de Nueva York, donde consiguió la medalla de plata después de tres meses promocionando la cocina española.
En 1975 un amigo que regentaba un hotel con restaurante en Andorra acudió en su ayuda. «Tenía miedo de perderlo todo por las deudas y me comprometí a irme con él y sacarlo del apuro. Las cosas fueron bien y cuando se liberó del compromiso siguió en Andorra, en un hotel familiar desde el que viajaba con frecuencia a Francia, sobre todo a París y Burdeos, para familiarizarse con la cocina francesa, que aprendió tanto que fue incluido en el Libro de Honor de los Restauradores de Francia. Fue en Andorra donde pasó una larga temporada de su vida como jefe de cocina y donde tuvo una de las ocasiones más satisfactorias: dar de comer a los tres tenores que acudieron para un concierto. «Todavía recuerdo la cena de Pavarotti: ensalada de tomate, queso fresco, con albahaca y aceite de oliva».
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Desde 1972 a 2002 Miguel ha manejado partidas de hasta 24 cocineros a su cargo en los fogones más exclusivos, pero tenía clavado el sueño de tener su propio restaurante y dar de comer lo mejor que sabía hacer a un precio asequible para todo el mundo. Fue en Andorra donde una familia le dijo que en Castillo de Tajarja se vendía una propiedad. El dueño era Enrique Martínez Cañabate, al que conocía porque su abuela había trabajado para él y lo trató mucho de niño. Cuando le dijo que quería comprar los terrenos y la vivienda para montar un restaurante el propio dueño trató de disuadirlo: «Estas loco Miguelillo, busca algo mejor en el centro de Granada».
Pero buscaba un sitio para disfrutar, no para esclavizarse, y en Castillo de Tajarja tenía que lo que buscaba, así que invirtió sus ahorros y el sábado 19 de mayo de 2002 abrió las puertas del restaurante El Olivo. «Abrimos con las servilletas, los platos y cubiertos justos para las ocho mesas montadas». Ese día atendió a sus primeros 19 comensales con un menú degustación que cambiaba continuamente para aprovechar los productos de temporada. En su casa se comía lo que ese día había preparado el chef y, lejos de quejarse su clientela fue a más y más solo con el boca a boca. Parecía que en aquel lugar alejado y frecuentado por tractores y vehículos agrícolas, hubiese nacido un santuario de la cocina granadina.
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Un día Miguel recibió una llamada de la Oficina de Presidencia del Gobierno andaluz, para pedirle que preparase mesa para seis comensales porque iba a ir el presidente Chaves. Miguel le dijo que era imposible porque estaba completo. «¡Que es el presidente, intente hacerle sitio!», le decían por teléfono, pero el chef respondió «que su presidente eran los clientes que entraban por la puerta, todos sus clientes, y que ese día no había sitio y no iba a dejar fuera a nadie que tenía su reserva».
Así fue como Chaves se quedó con las ganas, aunque por su casa fueron muchos los conocidos y personajes populares que buscaron una cocina que en su opinión «no tenía secretos». «La cocina necesita cariño y humildad a partes iguales, y por supuesto ingredientes de calidad, de la mejor calidad. Mi buen amigo Antonio Torres, del Chikito, me decía que él me daba todas sus recetas pero no podía darme sus manos y ahí es donde está la magia de la cocina».
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Ahora que se ha jubilado (su hija Carmen sigue al frente del proyecto) confiesa que no esperaba el éxito de su apuesta porque tenía muchos riesgos, pero cree que en parte está en dar al cliente lo mejor de ti, calidad y no engañarlo nunca.
Le entristece que la cocina de Granada no tenga un mayor reconocimiento porque hay grandes profesionales, buenos maestros, que han trabajado mucho y trabajan en la actualidad, y se muestra partidario de aunar esfuerzos para tener cinco o seis sellos de identidad que «todos compartamos, porque ya sabemos lo que pueden dar de si productos como aguacates, habas, alcachofas o espárragos, que son muy granadinos».
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Por cierto, horas después, a los clientes del helicóptero que alarmó a las gentes de Castillo de Tajarja los recogió una limusina en la puerta del restaurante. Iban camino de Marbella. Algunos todavía no dan crédito por tanto glamour entre los pastos, olivares y granjas de vacas.
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