
Mauri y la fábrica de chocolate
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Aprovechamos nuestros días en Pampaneira para conocer más en profundidad algunas de sus tiendas, galerías de arte y museos etnográficosJESÚS LENS
Miércoles, 28 de agosto 2019, 01:26
Hacía años que no veía a Migue, cariñosamente apodado 'El Birras', a pesar de ser de Valdepeñas. Nos encontramos por pura casualidad en la plaza central de Pampaneira, a donde había bajado desde Capileira para comprar chocolates de la Abuela Ili, uno de los establecimientos más populares de toda La Alpujarra.
Quiso la casualidad que el día antes de subir a Pampaneira pasara por cerca de la Virgen de las Angustias, donde el establecimiento chocolatero tiene sucursal. Me encontré con las puertas cerradas, pero un simpático cartel hizo que no me alarmara: 'El verano y el chocolate no son muy buenos amigos. Volvemos en septiembre'. Unas horas después, el aroma del cacao estimulaba mi pituitaria… y me ponía como una moto, que no sé si se lo he contado alguna vez, pero soy un adicto al chocolate. Al de masticar, chupar, sorber y disolver, quiero decir.
Mauri es el dueño de Abuela Ili y, al final de Sulayr, agasaja a los vecinos de Pampaneira, a los músicos y a los vecinos del pueblo con una chocolatada que, en dos años, ya se ha convertido en tradición. A pesar de que es uno de los voluntarios más activos del festival, no dudo en secuestrarlo media hora para que me enseñe su fábrica de chocolate y me descubra algunos de sus secretos.
Lo primero y más importante que debemos destacar –ojo a los diabéticos y a las personas sometidas a régimen severo– es que el establecimiento ofrece una generosa degustación de quince o veinte de las cerca de setenta variedades de chocolate que ahora mismo fabrican Mauri y su gente. Y con el chocolate pasa como con el rascar: todo es empezar.
Mientras pululo por la chocolatería con aire despistado, haciendo como que busco elementos que fotografiar, trato de probar todos los chocolates posibles. Y algunos, hasta imposibles. Los hay negros como el petróleo, hechos de cacao puro, y otros blancos como las nieves de Sierra Nevada. Los hay sencillos y, otros, abigarrados y con tropezones.
Cuando empieza a darme vergüenza ajena el desfalco degustador que estoy perpetrando y mis índices de glucosa en sangre empiezan a ser alarmantes, Mauri me invita a pasar a la fábrica propiamente dicha. Al ver la máquina de producción de chocolate trabajando a toda pastilla, sufro algo parecido al síndrome de Stendhal en versión hiperglucémica y tropical.
Todo comenzó con la abuela Ili, la madre de Mauri, argentina de la Patagonia, donde el exilio suizo dejó su impronta chocolatera. Venida a España, comenzó a fabricar chocolate fundiendo el cacao en una cacerola sobre la hornilla y comprobando con un termómetro los diferentes cambios de temperatura necesarios para conseguir el mejor producto. Ahora, Mauri y su equipo usan máquinas que facilitan el proceso y lo hacen más rápido –llegan a producir 250 kilos de chocolate diarios en temporada alta– pero el componente artesanal sigue siendo el mismo: los mejores productos de procedencia ecológica y natural. Mimo y cariño en la elaboración y osadía a la hora de buscar nuevas combinaciones de sabores.
A mí, por ejemplo, que me encanta el picante, me seducen especialmente sus chocolates de pimienta y, sobre todo, el de chili. Pero, ojo: si pican al entrar, no les quiero contar al salir… Además de la fábrica y la tienda, Mauri ha instalado todo un museo dedicado al cacao a la entrada de su establecimiento. De una forma ágil y sencilla, el visitante conocerá la importancia histórica, social y cultural de un producto que vale mucho más de lo que cuesta.
Otra visita interesante: la exposición permanente de carácter etnográfico que hay en el Punto de Información de Pampaneira. Además de documentación sobre el Parque Nacional de Sierra Nevada, hay una colección de objetos diversos sobre la vida alpujarreña tradicional, de herramientas del campo, trillas y aperos de labranza a elementos de la vida cotidiana: radios antiguas, viejos arcones de madera, jofainas… Entre las curiosidades: bombas –detonadas– de la Guerra Civil y una pieza del avión americano que cayó en la Sierra en 1967. Y las vistas que hay desde sus ventanas, igualmente destacables.
Aprovechamos estos días en Pampaneira para visitar, también, la Casa del Arte, una galería de exposición y venta de objetos de decoración, bisutería, pintura, joyería de plata y, lo que más me gusta, la cerámica.
Hoy voy de confesiones: me encantan las maletas. Como objeto utilitarista en sí mismas y como elemento artístico y decorativo. Tengo serigrafías y piezas de cerámica con la maleta como elemento central. Y es que, como viajero empedernido, las maletas, mochilas y petates forman parte de mi personal y más querida iconografía.
Nada más entrar a la Casa del Arte, una extraordinaria maleta me salta a la vista. Se trata de una pieza de cerámica preciosa, juguetona, naif y colorista. Y empiezo a fantasear con autorregalármela, como recuerdo de este movido y errabundo verano en bermudas que empieza a terminarse.
Entonces escucho a Eduardo, el responsable de la galería, decirle a unos clientes que hay piezas de las que resulta muy duro desprenderse. Cuando nos quedamos solos, le pregunto por la maleta. Creo que ni un croché de izquierda en pleno mentón le hubiera hecho tanto daño. Un rotundo, profundo y espontáneo «¡nooooooo!» le salió de lo más hondo. Y, aunque me dio un precio, entendí que vender aquella maleta le dolería más que la extracción de las amígdalas sin anestesia, con independencia del dinero que pudiera ganar en la transacción. Lo dejamos estar.
Bicheé por la tienda y bajé con extremo cuidado a un sótano donde se acumulan decenas de maravillosas piezas. Me hubiera gustado quedarme un rato charlando con Eduardo sobre el futuro de la cerámica, pero él volvía a tener clientes y yo tenía prisa, que ya nos íbamos. La conversación se queda pendiente para una próxima visita a La Alpujarra que, a buen seguro, no tardará en producirse.
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