Restituto hace bicicleta estática en el almacén de su bar, el Cafetal. PEPE MARÍN

El reconfinamiento de Restituto

Cogollos Vega es uno de los municipios de Granada con las restricciones más duras. «Ha habido macrofiestas, todo el mundo lo sabe. Y a los dos días la gente empezó a enfermar»

Jueves, 21 de enero 2021, 00:41

Un señor con sombrero se apoya en su bastón, en el paseo del Peñón de la Mata, el tallo principal de Cogollos Vega. Sin mover el cuerpo ni un milímetro, gira el cuello lentamente para seguir la trayectoria de una vecina que pasea con ... su perro, al otro lado de la carretera. No se escucha nada, excepto un leve chirrido, como el del hámster que corretea en una rueda dentro de su jaula. El sonido sale del almacén del Cafetal. El bar se llama así, Cafetal, pero todos lo conocen como El Resti. De hecho, en la puerta están los dos carteles con letras bien grandes, para que no haya duda. «¡Buenos días!», saluda sonriente un hombre que pedalea sin descanso sobre una bicicleta estática, dentro del almacén. Viste camisa de franela, chaleco y pantalones de pana, por el frío. Está rodeado de palés de zumos, batidos, botellines de refrescos y unas calabazas enormes. «Yo soy Restituto, el viejo dueño del bar», se presenta.

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Tiene 79 años y le han puesto tres prótesis en la rodilla. «Me empezó a doler un día y mira, ahora tengo que moverme como sea», explica sin perder el aliento. «Como no puedo salir a andar porque estamos encerrados –sigue–, ¿qué voy a hacer? Pues darle a esto, que si no no hay forma». Cogollos Vega es uno de los municipios de Granada que rebasa la tasa de 1.000 positivos por cada 100.000 habitantes, por lo que, además del cierre perimetral, la hostelería y todos los comercios no esenciales están chapados. «Hoy me ha llamado un amigo asustado y me ha dicho ¿pero qué pasa en Cogollos que estáis en los mil? No lo sé, es una pena... se ve que se reúnen por ahí», deja caer Restituto. Frente a él están su hija, Lali, y su yerno, Paco, los actuales responsables del Cafetal.

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A través de una puerta, el almacén conecta con su casa y, tras cruzar un pasillo, con la cocina del bar. En la pared, junto a la barra, sigue colgada la porra del Granada–Barça. «El último partido que pudimos ver aquí. Nadie acertó, por cierto. Así que para el próximo, cuando volvamos a abrir, habrá bote». Paco intenta reír, pero lo cierto es que está devastado. «Es un desastre –resopla–. Es la tercera vez que nos hacen cerrar y es insostenible. Somos cuatro familias que vivimos de esto». Lali, a su lado, añade: «Cierran negocios de hostelería para que no se formen fiestas, pero la gente las sigue haciendo en sus casas. Al final los perjudicados somos la hostelería».

«Cierran negocios de hostelería para que no se formen fiestas, pero la gente las sigue haciendo en sus casas»

El matrimonio asegura que han cumplido todas las normas y protocolos que se han dictado, cerrando a las seis en punto. «Hay seis negocios en el pueblo y todos lo estábamos haciendo a rajatabla... Está mal decirlo, pero en el pueblo tenemos lo que nos merecemos. Somos muy poco responsables», lamenta Paco. En una mañana de enero como esta, lo normal sería que el bar estuviera lleno desde muy temprano, con jornaleros de la aceituna. Ahora, la única rutina que mantienen es la de llevar a su hija al cole, el resto está congelado. «Da miedo –dice Lali–. Antes se veía por la tele y asustaba, pero ahora conocemos casos muy de cerca y da mucho más miedo. Esto no es ninguna broma». Paco asiente: «Tenemos varios amigos mal, entubados en el hospital... Dicen que tenemos unos cuarenta casos oficiales, pero son muchos más. Si Sanidad supiera lo que hay en el pueblo tendríamos a la UME cerrándonos porque hay un montón de casos».

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Paco y Lali, en el interior del Cafetal. P. M.

Todos lo saben

En un pueblo de poco más de 2000 habitantes se sabe todo. Y aquí todo el mundo lo sabe, aunque nadie lo diga a las claras. Los vecinos, por la calle, hablan de «cuatro o cinco macrofiestas», los cuatro o cinco focos que han propagado el virus por Cogollos Vega. Al hablar del tema, desvían la mirada y señalan al horizonte mientras levantan los hombros. «Todos lo saben», dicen unos y otros.

Silvia está preparando unos embutidos para Eva, clienta de toda la vida. Su supermercado es uno de los pocos comercios esenciales del pueblo que abre durante las restricciones. Así que , quien más, quien menos, termina pasando por allí. «Ahora mismo estamos bien. Tranquilos de más –dice mientras filetea una pechuga–. Por las noches no está tan tranquilo...». ¿Y eso? «¡Porque por la noche no viene la policía!», responde otra clienta tras soltar un bufido. Silvia, muy tranquila, continúa por donde iba: «Se sienten muchos coches, motos, gente andando... ¿Dónde van? –levanta los hombros– No lo sé».

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Silvia cobra su compra a Eva, en su tienda, una de las pocas que abren en Cogollos Vega. P. M.

Carolina y su hijo Joel acaban de pasar por caja. «Estoy muy enfadada porque hay gente que no ha hecho las cosas bien y tenemos que pagar todos. No es justo. Se suponía que teníamos que estar diez personas y eso no se ha respetado. Y la gente que no respeta perjudica a los demás... ¡Mi familia no ha venido en Navidad!», exclama con el puño cerrado. Encarni, tras escuchar a Carolina en la puerta del supermercado, se suma a la conversación: «Ha habido macrofiestas, todo el mundo lo sabe. Y a los dos días la gente empezó a enfermar. Y hay gente muy mal, muy mal. Lo estamos pagando». Manuel, de 77 años, dice que está bien. «No es lo mismo estar libre que encerrado –apunta–, pero me encuentro bien. Estamos pagando justos por pecadores». Eva regresa a casa y lamenta muchísimo la situación, pero cree que «nadie intencionadamente, sabiendo que está contagiado, va a ir a ningún sitio a contagiar a los demás. Si no tienes síntomas es difícil saber si lo tienes o no... Todo esto es muy difícil».

«Ha habido macrofiestas, todo el mundo lo sabe. Y a los dos días la gente empezó a enfermar»

Luce el sol en Cogollos Vega. Hace un día magnífico. En la entrada del municipio, dos agentes de policía controlan el paso. Los coches gotean a cada rato. El aire mueve las hojas y en la calle reina una sensación de desamparo. De vacío. De la panadería se escapa un aroma a pan recién hecho que se cuela en los pulmones. El señor con sombrero, sin mover el bastón del suelo, aspira el aire lentamente. Restituto termina su sesión de bicicleta y se coloca la mascarilla. «Esta tarde me subo otra vez».

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