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ÁLVARO LÓPEZ
Granada
Domingo, 7 de febrero 2021, 00:12
Cuando Lorca para Granada era solo el nombre de una ciudad de Murcia, pues a Federico aún le faltaban noventa años para nacer, los Reyes ... Católicos y Boabdil no quedaban tan lejos en el tiempo y solo faltaban meses para que el rey Carlos IV fuese apresado por Napoleón en plena invasión francesa de la península, la tierra tembló y se resquebrajó en la Vega. Era octubre de 1806 y Santa Fe, como hoy, fue el epicentro de centenares de terremotos. Tantos y tan intensos que el pueblo se mudó de ubicación.
Así consta en un expediente del Archivo Municipal de Santa Fe (AMSF) con el título «Documentos referentes a los terremotos de 1806-1807 (signatura 533)». Gracias al historiador local Jesús Bienvenido y a la archivera Luisa Roger, hoy sabemos que, a principios del siglo XIX, Santa Fe vivió una serie de movimientos telúricos similares a los que ahora mismo atraviesa. Entonces no se le conocía como «enjambre sísmico» y apenas se podía medir la magnitud de un terremoto con tanta precisión, pero la intensidad y sus consecuencias sí que fueron perceptibles para una población que lo pasó muy mal. Según datos del Instituto Geográfico Nacional (IGN), entre octubre de 1806 y marzo de 1807 hubo más de 120 terremotos.
Teniendo en cuenta que los instrumentos de lectura sísmica de comienzos del siglo XIX eran precarios e incapaces de medir magnitudes bajas y precisas como hoy en día, cuando el IGN señala más de 120 seísmos es que todos ellos fueron muy percibidos por la población y algunos resultaron ser mucho más graves que los que ahora se están produciendo. Acudiendo al relato que recoge el expediente municipal, el origen de la serie de temblores tuvo lugar el lunes 27 de octubre de 1806. Aquel día el suelo de Santa Fe se movió a las 12 y media de la mañana con una magnitud difícil de calcular, aunque el historiador Jesús Bienvenido apunta a que fue de 5,3 mbLg, pero con una intensidad brutal de VIII. Es decir, según los conocimientos actuales, aquel seísmo fue «destructivo».
Y lo fue de forma notable porque muchas edificaciones se vinieron abajo y otras quedaron en estado de ruina. De hecho, en aquel momento se estaba celebrando el pleno municipal cuando alguno de los concejales pensó en lanzarse desde las ventanas presa del pánico al terremoto que acababa de ocurrir. Cuenta el expediente que hubo al menos tres fallecidos en aquel primer seísmo. Una mujer embarazada, un niño de unos 10 años y un hombre al que el archivo define como «enfermo». Viendo el desastre que había ocurrido y ante el temor de nuevos terremotos, el alcalde santaferino, Cristóbal Medina, pidió a los vecinos del pueblo que se marcharan por precaución.
Aunque hubo quienes dudaron, la ciudad se quedó prácticamente despoblada el martes por la mañana, poco antes de que tuviese lugar la primera de las réplicas. Solo se permitía a los vecinos regresar al pueblo en ruinas para recoger grano con el que poder comer y comerciar. Desde ese día, el Ayuntamiento se trasladó a lo que se llamó «Campo de la Ciudad de Santa Fe» que hoy en día se conoce como Pago del Salado, a pocos kilómetros del municipio. Allí, tras decenas de terremotos, acabaría instalándose gran parte de la población local. Aquellos eran unos terrenos propiedad del escribano del pueblo, Luis Pacheco, que poseía una extensión de 18 marjales, aproximadamente una hectárea en la que debía sobrevivir un cuarto de la población que hoy habita Santa Fe.
Se sabe que el pueblo dejó de estar durante meses en su ubicación original porque en el archivo aparece que los documentos en los que se da cuenta al Gobierno civil de la época de cada terremoto, están firmados en el Campo de la Ciudad de Santa Fe. Y no fueron pocos los escritos que se redactaron señalando seísmos, porque hubo muchos en poco tiempo y de intensidades como mínimo de III. Como es natural, la situación en el campamento improvisado fue difícil por las réplicas y por las condiciones de vida. Faltaban suministros y hubo tantos fallecidos que muchas familias quedaron destrozadas. Se construyeron barracas de madera procedente de la Catedral de Granada y se levantaron centenares de tiendas de campaña, mientras los lugareños se limitaban a ver cómo sus casas se venían abajo con cada temblor.
A la vez que el Pago del Salado se convertía en la nueva Santa Fe, en el pueblo se daban cita vigilantes por turnos para evitar robos en los pocos edificios que quedaban en pie y los militares se desplegaron para asegurar lo posible la convivencia de los vecinos. Pero las semanas transcurrían y los terremotos no remitían, sino todo lo contrario. Aquel noviembre fue especialmente duro porque el alcalde cayó gravemente enfermo y tuvo que ser sustituido y porque el 13 de noviembre hubo catorce réplicas. Algunas tan graves que una fue descrita como si un edificio estallara bajo el suelo.
Casi acostumbrados a tantos terremotos, entre enero y febrero se aceleraron los trabajos para reconstruir Santa Fe, aunque no se contara con la supervisión del arquitecto municipal. El malestar y la ansiedad eran tales en el campamento improvisado, que el deseo de regresar a una vida normal, aunque fuese a base de terremotos, podía más que la realidad a la que se enfrentaba el municipio. De hecho, a finales de febrero hubo una secuencia de terremotos a las dos de la mañana que desataron de nuevo el pánico y obligaron a apuntalar El Pósito del pueblo, hoy reconvertido en museo.
Finalmente, el Ayuntamiento decidió regresar a Santa Fe. Según los documentos del archivo, se sabe que fue entre el 11 y el 15 de marzo de 1807 cuando los vecinos y el Gobierno local abandonaron el campamento improvisado del Pago del Salado. Como los terremotos parecían más leves y el cansancio por las pésimas condiciones del asentamiento era evidente, se optó por poner fin a una historia que duró cinco meses. Retornaba así la vida a un pueblo que se reconstruyó y siguió padeciendo terremotos que fueron apagándose en el tiempo. Como el recuerdo de una huida desesperada para salvar la vida que hoy cumple dos siglos y cuyo origen está más presente que nunca.
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