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Caminar por una aldea abandonada es hacerlo envuelto en una bruma de recuerdos. Es adentrarse en la memoria de un lugar que se niega a dejar de serlo. Es ir recogiendo los pedazos de una vida en ruinas embarcada en un tortuoso y último adiós. «Mira, déjate de tonterías. Me dio pena irme pero es que ya no había trabajo aquí. Llevaba tres meses sin cobrar de guarda y me fui. Punto».
Pepe, que es más de prosa que de poesía, se parte de risa cada vez que cruza una esquina de su antiguo pueblo, al que por cierto le debe el apellido oficioso: «Todo el mundo me conoce como Pepe Tablate. Así que... apunta ahí eso y ya está», le pide al periodista, que lo hace sin rechistar. Medio a traición lo ha convencido a él y a su mujer para dar un paseo por el lugar, hoy despoblado, en el que un día asentaron su hogar y que se encuentra a la venta. Sí, como leen.
Ella, Mari, nació en estas calles hoy invadidas por la maleza y las tapias derrumbadas. «Nos conocimos en Lanjarón, donde salíamos de fiesta. Valía el cine 30 pesetas y la discoteca 50. Yo iba y volvía andando para ahorrarme la Alsina, porque el dinero que me daba mi madre era contado», recuerda esta vecina, que también andaba más de una hora para acudir al colegio. En Tablate no había. Sí iglesia, posada, alberca, molino de aceite, torre defensiva morisca y hasta un cementerio con fosa común franquista. También estaba la casa del 'señorito'. El dueño de la finca, para quien trabajaba Pepe y el resto del pueblo. Cuenta que allí fue a vivir la gente atraída por los frutos que daba el campo: olivas y almendras. Según explica, en los tiempos buenos había alrededor de unas 60 personas. El terreno estaba dividido en 14 parcelas, cada una de ellas era explotada por una familia, cuyos miembros, todos colonos, le daban un porcentaje de los beneficios al dueño de casi todo, que un buen día se fue a la quiebra.
Pero la mayoría de vecinos de Tablate se fueron antes. «No había para todos y la gente acabó emigrando a Barcelona», explica Mari. El relato es paradigmático. Se ha contado ya mil veces y es el germen de lo que hoy se conoce como la 'España vaciada'. Que el paisaje rural ya casi no tenga paisanaje es consecuencia de las dinámicas sociales. Las nuevas generaciones de Tablate querían prosperar, salir del campo tan sufrido para iniciar una nueva vida en una ciudad entonces llena de oportunidades.
Y así se fueron yendo todos los habitantes de esta aldea. Incluidos los abuelos de Alberto, quien también se ha animado a pasear por el lugar en el que agarraron fuerte sus raíces. «Hacía ya tiempo que no venía», dice este vecino de El Pinar, municipio al que pertenece Tablate. Su bisabuelo era el guarda de la aldea, puesto que heredó Pepe. Allí se quedó este vecino, junto a su familia, como único testigo de la progresiva descomposición de un pueblo entero.
Y entonces los sonidos de Tablate cambiaron. Mientras el silencio se fue acomodando en este lugar, las risotadas de los niños, las campanas de la iglesia o el ir y venir de bueyes en la cantina fue dejando paso al concierto melodioso de la naturaleza. Con los oídos bien aguzados, Pepe exclama: «¡Yo fui el último guarda de Tablate y jamás sentí miedo por estar solo porque más miedo me daba el hambre!». Pepe, Mari y sus dos hijas estuvieron en el pueblo hasta 2003. Su jefe no pudo mantener las posesiones, que se las quedó una entidad bancaria. Aún pasó algo de tiempo hasta que esta familia, que llevaba tres meses sin ingresos, se marchase para no volver, llevándose consigo el último halo de vida de Tablate.
PEPE, ÚLTIMO GUARDA DE TABLATE
Ya sin su guarda, el pueblo fue saqueado. «Se llevaron hasta la campana de la iglesia», dice Mari. El pillaje fue solo el síntoma de un enfermo que llevaba ya tiempo herido de muerte. El devenir de los años hizo el resto. Vacía de almas, convertida en una gran cáscara, sin nadie ya que la cuidara, Tablate permaneció en el olvido hasta que alguien se acordó de ella: su nuevos dueños, que la pusieron en venta.
El anuncio se encuentra en la página web de la inmobiliaria Valle Sur de Lecrín. Allí sigue sin que nadie lo haya tocado desde que un buen día de marzo del año 2016 entrara aquel señor de Granada en uno de los despachos de este negocio. Cargado de documentos y planos, aquel hombre traía consigo una oferta. ¡Menuda oferta! Era la gestión de la venta de un cortijo en El Pinar que tenía una aldea abandonada dentro.
«Estuvimos hablando un buen rato y me enseñó fotos de la parcela. Era todo muy llamativo y por tanto aceptamos enseguida. Yo conocía la existencia de Tablate pero nunca imaginé que pudiera acabar estando a la venta», explica Carmen, que trabaja en la inmobiliaria. A esta vecina de Lecrín lo único que le quedó claro de aquel extraño encuentro era que la persona que tenía en su despacho no era el propietario del terreno. Era un intermediario que venía de parte de unos dueños a los que jamás ha podido poner cara. Lo que hizo después de que se marchara su visita fue ir a la finca a tomar fotos para subir el anuncio a su portal web.
La descripción del reclamo virtual, aún visible hoy, dice así: «En la zona de Ízbor, Tablate, donde termina el Valle de Lecrín, y empieza la Alpujarra, finca de 253 hectáreas, de las que 35 de ellas son de olivar, seis hectáreas de almendros, cinco de olivar de regadío y el resto erial y pasto». Hasta ahí todo normal, pero claro, faltaba un párrafo: «Gran extensión en la que se incluye un antiguo pueblo en el que hay numerosas construcciones tales como cortijo, molino de aceite, numerosas viviendas, incluso una torre defensiva del siglo XVI, de la época de los moriscos. Es una zona muy bonita con excelentes vistas y muy extensa, cargada de historia». Evidentemente ante tantos atractivos el precio no podía ser cualquiera. Si usted se pregunta cuánto cuesta un pueblo fantasma en mitad de una finca de olivos y almendros, sepa que al menos en El Pinar está valorado en seis millones de euros.
A pesar del alto precio, la finca tuvo «muchos pretendientes». Era de prever. Valle Sur colocó carteles en la entrada de la aldea, conocida en muchos foros virtuales por su sobrecogedora belleza. En internet hay fotografías de ella por todas partes. En Instagram es el escenario de imágenes de sobre todo jóvenes que posan de forma sugerente aprovechando los contrastes de un paisaje urbano secuestrado por la decrepitud. En un mundo superpoblado en el que ya todo está viciado, un lugar como Tablate es un imán. Techos vencidos, muebles demodé en pequeñas estancias a la vista de todos. La herrumbre en el molino, la humedad en las paredes de la sacristía, los restos de un pequeño altar reconvertido en escenario de sesiones de espiritismo. Botellas de alcohol vacías, pétalos de plástico, pintadas satánicas, velas rojas y naturaleza por todas partes.
PEPE, ÚLTIMO GUARDA DE TABLATE
Carmen recuerda que fueron muchos los que llamaron atraídos por el simbolismo de la vieja aldea: desde agricultores a ecologistas, pero el precio y lo escurridizo de los propietarios hicieron que nada cristalizase. «Alguna vez traté de ponerme en contacto con ellos a través del hombre que nos ofreció gestionar los trámites de la venta, pero nunca fui capaz de poder delimitar la zona, dejar claro con alguien qué incluía la finca y qué no. Me dijeron que llamase a un guardia civil jubilado, que él era conocedor de la finca, pero no fui capaz de dar con él. Al final la persona que nos trajo la propiedad también se retiró, por lo que poco a poco fuimos perdiendo la esperanza de que se pudiera vender al no ser capaces ni siquiera de enseñarlo bien o de ofrecer detalles más concretos», explica esta vecina, que a pesar de que los carteles de 'se vende' se acabaron cayendo o que apenas ya nadie pregunta por esta propiedad, mantiene el anuncio en internet.
Allí está el Tablate virtual, al igual que el antiguo pueblo de Pepe, también abandonado. «Vinieron unos franceses que querían hacer chalets. A mí me llamaron para enseñarlo, pero cuando les dijeron lo que valía se echaron para atrás», cuenta el viejo guarda, a quien le gustaría que la que fue su aldea palpitara como antaño. «Si te digo la verdad, querría ver esto -dice señalando el suelo que pisa- otra vez funcionar antes de morirme. Porque digo yo que así como está, sin trabajo para nadie, no sirve para nada», añade este vecino, cuya memoria se ha quedado para siempre en este lugar. Y eso no habrá derrumbe que lo sepulte.
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