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El verano en Sillar Baja no tiene playa ni tampoco ningún barco que pase a la historia, pero sus niños lo viven como si estuviesen dentro de la famosa producción que marcó la infancia a muchos en los años 80. El reloj apenas roza la media tarde, pero las calles de esta pedanía, que se pierde a medio camino entre Diezma y Darro, ya están llenas de bicicletas. Bicicletas que van de arriba abajo y que hacen imposible que a uno no se le venga a la cabeza la sintonía de 'Verano Azul' mientras pasan a su alrededor. De junio a septiembre el pueblo se llena de vida para recibir un verano que se la devuelve también a sus abuelos y en el que la rutina hace un viaje atrás en el tiempo para parecerse un poco más a la realidad antes de la llegada de las nuevas tecnologías.
Los días de los niños se transforman cuando llegan al pueblo. Juegan con los perros de los vecinos y solo pisan la casa para comer, ducharse y dormir. «Entramos a cenar a las diez y, en cuanto terminamos, volvemos a la calle otra vez», asegura Martina. Una quincena de niños marca cada mes de junio los caños de la plaza de la Iglesia como punto de reunión y descanso porque, como Rodrigo bien indica, «ni de la nevera sale el agua tan fresquita» y porque «ni siquiera de botella está tan rica».
«Aquí no hace falta que nos avisemos por móvil sobre dónde vamos a quedar. Salimos a los caños, vemos quién hay y decimos lo que vamos a hacer», afirma Sara, que reconoce que reencontrarse con sus amigos y no tener hora de vuelta a casa por la noche es su parte favorita de pasar el verano en Sillar. Jugar y estar hasta la madrugada en el parque, ir de un lado a otro con las bicicletas sin que pase ni siquiera un coche o las meriendas en la Cocorocha –una pequeña colina tras el pueblo– forman el día a día de Rodrigo y el resto de sus amigos.
Jugar al fútbol en las porterías, tirarse por los toboganes, hacer alguna ruta de senderismo los fines de semana o bañarse en la piscina de alguien del pueblo completan sus planes durante julio y agosto. «Si no los vemos en la plaza con las bicicletas, ya sabemos que se han subido hasta el campo de fútbol», expresa una de las madres. A veces, hasta pierden las siestas por pasar el rato jugando a las cartas y al dominó con sus abuelos o por ayudarlos mientras estos cocinan o van a hacer la compra.
Mientras que Edu –de solo siete años– reconoce que lo que más le gusta de volver en verano a Sillar es poder jugar con su prima Daniela, José explica que hay semanas en las que también invita a sus amigos de Granada porque no todos tienen la suerte de tener un pueblo. «Lo mejor de todo es que aquí nunca nos aburrimos», añade.
Algunos pasan allí todo el verano y otros van y vienen por semanas por el trabajo de sus padres, pero siempre están deseando volver. Los planes en Sillar también se abren hueco entre las adolescentes, como Sara o Noa, que se sientan al fresquito por las noches y pasan las horas con juegos de mesa. Pero si hay algo de lo que todos ellos presumen por ser una de sus partes favoritas es dormir fresquitos y comer las delicias que preparan sus abuelas.
Una verbena, juegos con agua y colchonetas y un arroz gigante para las cerca de 400 personas que se reúnen en las fiestas marcan el fin de semana más importante del verano para Sillar Baja a mediados de julio. «Ahí no falta nadie, vienen hasta los que viven lejos y solo pueden visitar el pueblo una vez al año», explican.
Pero lo mejor sin duda de las vacaciones en Sillar para Martina es que se olvidan del móvil, una utopía perseguida por muchos que se consigue porque la mayoría de las compañías no tienen cobertura en el pueblo. «Tampoco encendemos la televisión porque preferimos salir a jugar al escondite o dar una vuelta con la bicicleta», añade. Y en un pueblo en el que no hay nada –o casi nada– de móviles y en el que tampoco existen las videoconsolas ni los ordenadores, los niños de Sillar viven cada año un verdadero verano azul que nunca pasa de moda.
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Pablo Rodríguez | Granada y Carlos Valdemoros | Granada
Josemi Benítez
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