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«Volver a empezar, otra vez. Volver a estrenar zapatos y libros». En los primeros dos mil, la vuelta al cole tenía banda sonora, ... las pizarras eran pizarras y lo más parecido a Tik Tok era el Messenger. La cancioncilla de los anuncios -que volverá, seguro, como el cole- le ponía a uno cuerpo de otoño. Cuando lo de comprar por Internet no se estilaba, a principios de septiembre tocaba hacer la compra de libros y papelería. Y en Granada -con permiso de los grandes almacenes- eso implicaba casi seguro pasar por alguna librería Urbano.
Allí, en Urbano, vendían lápices de esos que nunca volvían a estar tan afilados como al sacarlos de la caja. También mapas, de los del papel satinado en el que la tinta se resbalaba emborronando a los ríos y montañas de la Península. Y ese forro -¿recuerdan el olor del forro?- de plástico que hacía que los libros quedaran pegados y salieran en bloque de la mochila. Además de libros, claro. Por cierto, que en aquella época ya estaban de moda las mochilas con carrito, con su traqueteo a las nueve menos diez de la mañana. En fin, que las Urbano de Tablas, San Juan de Dios y Alhóndiga eran un templo para los escolares; más bien para sus padres.
El capítulo final de su historia se empezó a escribir en ese año, el tercero del nuevo siglo. A la vuelta de la Navidad, cuando en sus escaparates colgaban mochilas y libros perfectamente ordenados, trascendió que la empresa de José Carlos Urbano había declarado la suspensión de pagos tras acumular una deuda de 3.196.823 euros. Debía dinero a los proveedores, mientras que los 43 empleados de la casa habían seguido cobrando sus sueldos.
Sobre los motivos de esta 'quiebra', el abogado Enrique Crespo ya apuntaba a algo que cientos de comercios similares sufrieron después: «Los libros de texto no tienen la rentabilidad de antes y los bancos agobian todo lo que pueden a unos negocios como estos». Se puede cambiar 'libros de texto' por casi cualquier otro producto devorado por las grandes superficies y el comercio electrónico. En Granada se especulaba con que el establecimiento VIP -varias plantas- que se levantó en un edificio de Alhóndiga abrió un agujero en las cuentas de la empresa.
Meses más tarde, las Urbano agonizaban. En verano, sus escaparates se llenaron de carteles de protesta. Los trabajadores no cobraban el total del salario y el propietario del negocio estaba en paradero desconocido. Los propios empleados presentaron un plan para salvar la empresa y sus puestos de trabajo; era tarde. En septiembre, los interventores judiciales certificaron que hubo un desvío de fondos con fines no comerciales. No hubo librerías Urbano en aquella vuelta al cole. Casualmente, ese año comenzó el proyecto de la Librería Picasso, situada un minuto de la Urbano de Tablas.
El cartel de la librería sigue impertérrito en la calle Tablas casi 20 vueltas al cole después. El característico amarillo, con esa tipografía tan de los 90 -como muy tarde- precedía en la mejor época de las Urbano a la figura a tamaño casi real de un señor con bigote -¿era Einstein?- cargado de libros. Ahora hay oscuridad. Sólo una zona del local, que hacía una especie de ele, quedó ocupada por otra tienda. Mientras, en la entrada principal se sigue acumulando el polvo..
Quizá en algún cajón de casa guarde aún alguno de esos marcapáginas de plástico amarillo con forma de búho. Una reliquia de la vuelta al cole de hace dos décadas.
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