María Encarnación Fernández Sánchez
Miércoles, 28 de agosto 2024, 00:05
La noticia se estrelló en el desayuno igual que un huevo se quiebra contra el suelo. Supo por la boca de su madre que Mercedes había fallecido. Esa mañana su café diario tenía el sabor amargo del pasado, con recuerdos oscuros que no quiso untar ... en el pan. Se quedó con la taza en su mano derecha y, a sorbitos, fue recordando la grieta que dos años atrás le dejó aquella mujer. Mercedes empaquetó la ropa gastada de él y el amor desteñido de ambos y aquella tarde dejó sus pertenencias en el rellano de la escalera, con una nota en letras grandes que decía: «Que te aguante tu madre».
Publicidad
De eso hacía dos años. Él desembaló el amor desgastado y lo colocó en su cuerpo como una prenda de vestir que, a pesar de los cambios, siempre llevaba el mismo tono, en sus ropas y en su cara. No le quedaba el consuelo de coger un pitillo y fumarse el tiempo en una bocanada. Ya todo era humo, incluso la sonrisa que asomaba entre los dientes ahora se disipaba en un segundo al recordar cómo dejó el tabaco. Él fue tajante en aquello, dejaría de fumar cada día, a cambio de sexo cada noche. Y cada noche, Mercedes se abría como una primavera entre las sábanas de su cama y él se derramaba puntual en el borde de sus sueños.
A veces le costaba reconocer que la había amado, que incluso después de la separación la siguió amando, que todavía podía tocarse el cuerpo y buscarse vestigios de lo que fue su amor con ella. Y por un momento, la mañana se volvió negra como el café que había tomado. A punto de llorar y con la mirada triste de la madre frente a él, se levantó y dijo que iba a comprar un paquete de cigarrillos.
En el camino hacia el estanco pensó en su vida, en cómo la había consumido igual que a una cajetilla de tabaco. Los pantalones parecían de otro, por la amplitud alrededor de su cintura y que sujetaba con una correa de rafia. Los agujeros de quemaduras de cigarro en la prenda y la suciedad impregnada sobre la ropa indicaban la desidia y la cobardía para imponerse a esa mujer que ya no vería más; ni en el mercado, ni en las calles, ni en las tiendas del barrio. No encontraría su presencia en el parque donde solían pasear algunas tardes, cuando el silencio invadía la casa de hastío o cuando el silencio se rompía y se llenaba de reproches.
Publicidad
Pagó sus cigarrillos entre preguntas de algunas mujeres y detalles escabrosos de la enfermedad que padeció Mercedes.
–Dicen que tenía un cáncer –comentó una señora que le persiguió hasta la caja del establecimiento con el afán de inmiscuirse en sus sentimientos.
– Yo no sé nada.
Alejado de las murmuraciones, prendió el primero de los cigarrillos y se acomodó en el banco donde ella solía sentarse. En el mismo banco que, mucho tiempo atrás, le dijo que esperaba un bebé. A la primera calada le vino un golpe de tos. Los recuerdos flotaron entre el humo y una alegría muerta que yacía en el fondo de su corazón, como un fósil que se pega a una piedra.
Publicidad
–No quiero este hijo –dictó ella, igual que una sentencia.
–¿Por qué no? Será nuestro hijo. Nuestro. Tuyo y mío.
–Yo no quiero tener hijos.
–Pero… yo sí quiero. Me hace ilusión ser padre.
–No. La semana que viene tengo cita para abortar.
Ahora, en ese preciso momento que se debatía entre la nicotina y el humo, hubiera precisado la mano de un hijo; el que nunca fue, el que nunca tuvo.
Julián quemó sus recuerdos a la par que sus cigarrillos. Se levantó del banco con la misma pesadumbre con la que llegó, para volver a su casa. No habló con su madre. Fue directamente a su cuartucho. ¿Y si la vida fuera solo una habitación con una ventana por la que contemplar cómo pasa la gente, las estaciones y el tiempo, con una sola puerta de entrada y salida que permaneciera entreabierta, con una sola cama en la que guardar los sueños debajo de la almohada, con una guitarra por la que transitan los sonidos y los sentimientos? –se preguntaba, tumbado en su cama, tras enterarse de la muerte de Mercedes.
Publicidad
Para iluminar esos pensamientos, se incorporó, cogió su guitarra, que colgaba de una pared, y la abrazó fuertemente. Era lo único que estrechaba desde hacía muchos meses. Acarició las cuerdas y sonaron de forma desigual, por lo que se entretuvo en afinarlas. Hacía años que no la tocaba, sonaba sorda y hueca, un poco como se sentía él en ese momento. A su vida le faltaba la música, aquella que le acompañó como una banda sonora en los mejores momentos vividos. Lleno de nostalgia comenzó a tocar el 'Concierto de Aranjuez', que sonó en casa de Mercedes una tarde, junto a un café que hizo las delicias del insomnio entre arrumacos y besos. La guitarra se mostraba cómplice de sus emociones, que viajaban a través de las cuerdas como un eco de su memoria. Por el aire, los acordes flotaban y recogían la 'Leyenda del beso', que se fue multiplicando por los años que estuvo con ella. Sonaban melodías como bálsamo que cura las heridas, como remedio para resucitar afectos y confidencias. Julián cerró los ojos, continuó tocando 'Romance anónimo', que vibró entre sus dedos dando vida a la caja de resonancia del instrumento, que se adaptaba a él como un cuerpo femenino. Se atrevió con 'Todo tiene su fin', de Medina Azahara, que siempre dejaba a medio tocar. En esta ocasión, se propuso acabarla para no volver a ella nunca más. Los diferentes sonidos flotaban en su cuarto llenándolo de notas y recuerdos del pasado, que viajaron entonces hasta el presente, como una promesa para su futuro.
Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
El pueblo de Castilla y León que se congela a 7,1 grados bajo cero
El Norte de Castilla
Publicidad
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.