Granada es tan dada a olvidar a sus gentes en cuanto ya no pasean por sus calles que, de vez en cuando, no resisto la tentación de devolverlas a la actualidad, sobre todo, pensando en los jóvenes que no tuvieron la suerte de conocerlas y ... gozar de su amistad y sapiencia. Son hombres y mujeres que han formado parte de nuestro paisaje y paisanaje, dejando huella testifical de su presencia en la tierra a la que quisieron y admiraron, dejándole en herencia su testimonio cultural, de vida ejemplar al servicio de sus contemporáneos. Hay gente que pasa sin hacer ruido por esta ciudad y, curiosamente, es la más importante y trascendente para apreciar en toda su dimensión la calidad humana, artística o científica que derraman por sus calles.

Publicidad

Un funcionario ejemplar

Manuel Benítez Carrasco llamaba 'Lazarillo' a su bastón, pero Pepe Fernández Castro lo definía como su bastón, y punto. Era el lapezeño poco dado a la fantasía, a no ser que se encontrara sobre su mesa de trabajo y ante el desafío de la cuartilla en blanco. Pese a ser un hombre que disfrutaba con la conversación multitemática, Pepe era económico en los grafismos de su expresión sincera. Tocado de gorra de invierno o verano según la estación, horadaba a diario el Zacatín, en ese paseo obligatorio desde su casa de Pedro Antonio de Alarcón hasta su carmen albaicinero Del Alba, a los pies de San Nicolás, haciendo gala de una prudencia humana que rayaba en lo imposible, pero gracias a la cual, posiblemente lo contaba y lo escribía, porque de otra forma era del todo inimaginable que el joven republicano que ejerció como taquígrafo de Fernando de los Ríos en su discursos por las plazas de toros, muriera de viejo, habiendo sido funcionario del Gobierno Civil franquista.

García Lorca

Sin duda, la prudencia fue inventada por Pepe Fernández Castro, y haciendo gala de ella, se llevó a la tumba todos los horrores de la guerra y la posterior persecución depuradora de los años cuarenta. En una conversación privada con la ciudad al fondo desde el jardín de entrada a su carmen Del Alba, lo único que pude arrancarle al viejo escritor, poeta, y, sobre todo, amigo, es que él tenía información mejor o complementaria de lo que había ocurrido con García Lorca, a la que había anunciado que publicaría en un libro explosivo tras su jubilación de 'Patria' nuestro común amigo Eduardo Molina Fajardo. Pero lo cierto es que, nada más expirar en su domicilio de la calle Goya, un amigo de la familia accedió a los documentos de Molina Fajardo y nada trascendió de aquellos secretos sobre el destino de Federico. De lo que pudiera saber Fernández Castro sobre el asunto lorquiano tampoco trascendió nada a su muerte, con lo que la maldición sobre el verdadero destino final del poeta de Fuente Vaqueros está claro que sigue ejerciendo su influencia y, mucho me temo que siga así por los siglos de los siglos, ya que, por razones de edad, los testigos directos de aquel crimen se nos han ido muriendo.

Literatura y compromiso

Y esa regia prudencia fue la que seguramente le hizo volcarse en la creación literaria, aunque en alguna novela se le escaparan como grandes salpicones de cruel realidad bélica, de una España enfrentada y fratricida, con ajustes de cuentas intestinos y pueblerinos que él suavizó con licencia literaria para que no fueran reconocidos. 'De un verano a otro' hay que releerlo con detenimiento varias veces para reconocer hechos y personajes reales. Tal vez para escapar de los horrores vividos y conocidos de la guerra, Pepe no publicó hasta la década de los cincuenta su primera obra trascendente, 'La sonrisa de los ciegos', pero dejó mucho de sí mismo en su 'Balada de amor prohibido', y abordó el tema biográfico con soltura en sus obras dedicadas a Alejandro Otero y Juan José Santa Cruz. Dos más que como tantos otros, injustificadamente, lo último que vieron en su vida fueron las tapias del cementerio o los fríos cipreses de una cuneta al filo de un barranco.

Publicidad

Jamás lo escuché hablar mal de nadie, y mira que lo intenté. Pero Pepe era un habilidoso de la oratoria, y en su peculiar magisterio, sin que lo notaras, en lo que tu creías que iba a ser una contestación a tu maledicencia, te dejaba posado al otro lado de la parábola, sin que pudieras apreciar la traslación del lenguaje. Catedrático del driblin oratorio, Fernández Castro no defraudó nunca a sus amigos –y lo que ya es una exageración–, tampoco a sus enemigos. De nuestras conversaciones en su carmen me queda el recuerdo imperecedero de un amigo leal, que ejerció su magisterio de vida y obra sobre mí, inculcándome unos valores que, a veces hoy, cuesta trabajo encontrarlos, cuando la ética y la deontología, parecen cosas raras que se han esfumado de las más alta instancias de la sociedad española. Hoy en día, cuesta una vida encontrar referentes de honestidad, cuyos valores se irradien en una sociedad que cada vez está más ayuna de ellos. Donde todo vale y, con el mayor descaro del mundo, el que ayer decía blanco hoy dice negro y se queda tan pancho, sin atisbo de sonrojo en sus mejillas. Hemos entrado en una peligrosa era de frivolidad en el comportamiento humano, de tal manera y magnitud que cuando pienso la sociedad que les voy a dejar a mis nietos me corren escalofríos. Ya lo dijo Carlos Cano: «Cada vez que dicen 'patria', pienso en el pueblo y me echo a temblar».

Este contenido es exclusivo para suscriptores

Suscríbete durante los 3 primeros meses por 1 €

Publicidad