Pertenezco a una generación que, sin duda, ha sido la que más ha tenido que desaprender en menor tiempo. Nos educaron en unas costumbres y leyes que, cuando ya las teníamos más que aprendidas, han sido derogadas en pos de nuevos tiempos y mejor salud, ... por lo que nuestra capacidad de adaptación ha tenido que ser en tiempo récord, ante prohibiciones que antes se daban por sentadas, porque eran como nos habían educado.

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Recuerdo que la primera vez que entré en un estanco y vi un letrero que decía «se prohíbe fumar» pensé que era una humorada del estanquero. Yo estaba acostumbrado a entrar a la consulta de mi médico desde niño y ver cómo este me atendía fumando un cigarrillo, mientras averiguaba mis dolencias, con un cenicero repleto de colillas sobre su mesa. Ya digo y mantengo que soy viejo, muy viejo.

Cuando la vida me llevó a estar presente en quirófano, a nadie extrañaba que, cuando una operación se prolongaba en exceso, el cirujano se apartara de la mesa de operaciones y se echara un pitillo antes de proseguir con la intervención. Omito describir las humaredas de tabaco que he presenciado en las enfermerías de las plazas de toros, o en los 'ofis' de enfermería en las noches de guardia.

El asunto es que el tabaco se vendía en los estancos, con la anuencia del Gobierno, que recaudaba y recauda buenos dividendos mientras nosotros nos vamos envenenando, sin prisa pero sin pausa, destrozando nuestra salud y enriqueciendo al Gobierno.

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HISTORIA

Al parecer, está comprobado históricamente que, ya en el siglo XIV, se inventaron los estancos para que solo en ellos, y amparados por el Estado, se vendieran productos como la sal, el aguardiente, la pólvora o el plomo, entre otros. Un siglo más tarde, se añade la expedición, desde estos mostradores, de naipes homologados por el Gobierno para que los jugadores no puedan hacer trampas, y papel sellado. Este último llegando a pervivir hasta hace algunos años.

Fue el Rey Felipe II quien dio un gran impulso a la implantación de los estancos, con el pretexto de que nadie traficara con la sal y sus desequilibrantes precios, dependiendo de la región donde se adquiriera. Y de esta forma, se garantizaba una entrada de impuestos a la corona, nada desdeñable y continua. Avanzado el tiempo, era imprescindible acudir a un estanco no solo para comprar un sello de correos y echar una carta, sino también porque solo allí te vendían las pólizas, obligatorias en cada instancia que tuvieras que presentar en cualquier estamento, pegándola en el recuadrito superior que ya traía impreso el papel. En mis tiempos de juventud, fueron moneda de uso corriente las pólizas de tres pesetas, imprescindibles para cualquier trámite oficial por nimio que este fuera.

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PAPEL DEL ESTADO

A muchos jóvenes sorprenderá saber que para pagar una multa de tráfico –por ejemplo– no bastaba ir con el dinero en la mano y saldar la cuenta, o hacer una moderna transferencia. El importe exacto de la sanción tenías que comprarlo en Papel del Estado, en un estanco, y con él dirigirte al centro oficial que se tratara, hacer cola en la ventanilla, y abonarla con esos papeles timbrados adquiridos donde comprabas el tabaco. En esa expendeduría también tenías que comprar el certificado timbrado, en el que tu médico advertía de tus dolencias o estado de salud. Al igual que el Certificado de Penales, donde constaba tu historial delictivo o, por el contrario, la ausencia de antecedentes penales, circunstancia imprescindible para pertenecer a las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado, por ejemplo.

NUEVOS TIEMPOS

De vender el tabaco de cuarterón y la picadura selecta con libritos de papel, piedras para encendedores y mechas para los yesqueros, los estancos actuales han pasado a ser lugares –por lo general– alegres, coloristas, con una gran variedad de productos que ofrecer, impensables en aquellos años. Hablo de libros, peluches, bebidas refrescantes o guías para turistas, con un horario flexible. Nada que ver con el estricto tirar de la persiana de entonces. La última novedad son los líquidos para vapear, de múltiples sabores y fragancias, incluida la nicotina, que digan lo que digan, también son adictivos. En algunos estancos puedes recargar el bono bus, echar la primitiva, comprar la prensa, ante la desaparición de los quioscos, recargar el teléfono móvil, o comprar un souvenir de tu paso por la ciudad.

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Cuando comencé a trabajar como periodista, en cada mesa de la redacción había un cenicero repleto de colillas, y conforme se acercaba la hora del cierre de la edición, la nube de humo en la estancia te impedía ver con claridad al compañero de la mesa de al lado. En el locutorio de la radio pasaba igual. A veces solo adivinabas la cara del operador de sonido al otro lado de la pecera. Guardo en mi memoria el programa de televisión 'La Clave', con José Luis Balbín fumando en pipa –como yo– en directo, al igual que los contertulios con sus cigarros, y alguno con puro. Y todo eso lo hemos tenido que desaprender, con gran sentimiento de culpa por lo que hemos hecho, a pesar de que nos habían educado en eso, en fumar, porque como el coñac Soberano, fumar era cosa de hombres, y hemos hecho esta regresión tan mal, que ahora dicen las estadísticas que el mayor porcentaje de las incorporaciones a esto de fumar se lo llevan las mujeres. Total: que con nosotros no hay quien pueda. Me voy echando humo.

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