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Pertenezco a una generación posterior a los niños de la guerra, así que estamos a caballo entre los años de 'las hambres' y el desarrollismo de los sesenta, con la aparición del seiscientos y la palabra 'vacaciones'. Los nacidos entonces estamos ahí, en tierra de ... nadie, como una generación perdida, según se mire, pero eso sí, muy atenta a lo que pasaba y con la intención de dejar atrás toda la rémora de la guerra y los años posteriores de represión y fatigas. Nosotros no conocimos las cartillas de racionamiento, pero sí la escasez y las penurias. Las cartillas con los bonos para la leche americana, a recoger todas las mañanas en Postigo de Zárate, y la bolsa de navidad que nos daban en la parroquia, con un pollo y una lata de mortadela Mina. Los zapatos y los abrigos heredados de los hermanos mayores, asunto en el que yo iba en desventaja porque fui el primero en nacer en la familia. Las rodilleras en los pantalones, las coderas en los 'saquitos', las camisas con cuello de repuesto y las medias de cristal con liguero, con o sin costura.
La única conexión con el exterior era la radio. Una Marconi de válvulas, que tardaba una eternidad en calentarse y dar sonido, fundamentalmente música, ya que los informativos estaban prohibidos, y los únicos que se podían escuchar eran los diarios hablados de Radio Nacional de España, a las dos y media de la tarde y las diez de la noche, con la obligación de que todas las emisoras del país tenían que conectar con ellos, aunque los que teníamos una radio potente buscábamos en el dial Radio Pirenaica, para saber lo que de verdad estaba pasando en España. Nuestras emisoras daban música y entretenimiento. Discos dedicados y concursos. Yo me crié escuchando a Renato Carosone, Torcuato y los Cuatro, Luisa Linares y Los Galindo, Los Cinco Latinos, Las hermanas Benítez, Los Tres de Castilla, Los Tres Sudamericanos, Marino Marini, Ruht y Los Granada, con Luís el barnizador aprendiz de mi padre, Gelu, Valen, Paul Anka, Sinatra, rancheras de Miguel Aceves Megía y la primera comunión y el emigrante de Juanito Valderrama. Esa fue la banda sonora de mi vida, junto a algún fragmento de zarzuela y Marifé de Triana.
Me bautizaron en Santa Ana, donde se habían casado mis padres. Por cierto que mi madre no fue a la iglesia. Siguiendo la tradición de entonces, solo asistieron mi padre, los padrinos, familiares e invitados. Hice la primera comunión en San Andrés, me confirmaron con ceniza en Santa Ana, donde fui monaguillo, también en los Hospitalicos, y paje de la Inmaculada en el monasterio de la Concepción, que venía a ser lo mismo, pero con más categoría porque se trataba de una hermandad sacramental, y ayudaba en los oficios, nada más y nada menos que a don Valentín Ruiz Aznar, una eminencia como sacerdote confesor y capellán de las monjas, y una genialidad como músico.
Pertenezco, por lo tanto, a una generación formada en la cultura del alcohol desde la cuna. Formo parte de una sociedad que utilizó el alcohol como remedio para todo, incluidas algunas enfermedades. Cuando no tenía ganas de comer, mi padre me bajaba a Castañeda una hora antes de poner la mesa. Me sentaba en la barra y me pedía en un vasito pequeño un 'follasa', que era vino dulce con gaseosa, que según todos abría el apetito. El caso es que cuando subíamos a comer yo devoraba las piedras, así que habían encontrado la solución a mi falta de apetito. Después vinieron los tiempos de Quina Santa Catalina. Contra el resfriado te arreaban una vaso de leche caliente con un chorreón de coñac, y a sudarlo bajo las mantas. Por la mañana estabas nuevo. Cuando las mujeres de la casa tenían una regla dolorosa, se arreaban una copa generosa de ginebra, y se acabó el dolor. Eso sí, cantaban como locas por Lola Flores. Si en cualquiera de los componentes familiares se apreciaba desgana, flacidez, ojeras, depresión o ausencia de ganas de vivir, el remedio recomendado para la ocasión era un macetazo de 'quita penas' –vino dulce de Málaga– con un huevo crudo batido en su interior. A esto se le llamaba en casa un ponche, y a partir de su ingesta, dabas saltos de alegría y te comías el mundo. Para las mañanas de frío, una copita de aguardiente seco, o un 'sol y sombra', mitad anís y mitad de coñac, y a la calle hecho un brazo de mar, a cumplir con el trabajo.
Pero que nadie piense que en mi casa éramos raros, esa era la dinámica de la mayoría de las casas de entonces, donde al arroz se le echaba un cuarto de litro de vino blanco que le daba un sabor extraordinario, aunque no llevara ni pollo, ni conejo, pero que no le faltara el vino. Y para Semana Santa no faltaban las torrijas de vino tinto; las de leche eran para blandengues. El coñac Soberano lo anunciaban como cosa de hombres, y otras marcas, como se puede ver en el anuncio que hemos rescatado de la época, aseguraban que el mejor remedio para la gripe era un buen lingotazo de coñac.
Cumplir los setenta habiendo pasado por esto es todo un prodigio de la naturaleza, no olvidemos que los resfriados te los curaban con una buena untura de aguarrás sobre el pecho, en el que descansaba un papel de estraza, con las cenizas candentes del brasero de picón, tras el vaso de leche con brandy. Total, que estamos vivos de milagro.
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