Pese al eco social y mediático que tienen otras semanas santas, la granadina siempre ha tenido un atractivo muy especial, aunque nosotros no hemos proclamado sus virtudes hasta hace bien poco. La hemos vivido tradicionalmente como algo muy nuestro e íntimo, y nos hemos conformado ... con la opinión positiva de quienes la descubrían con gran sorpresa, pese a nuestro recato al proclamarla. Por dar solo un par de detalles, no existe una riqueza imaginera como la nuestra, ni un paisaje por el que discurran las procesiones de tanta historia y belleza. Hay quién mataría –eufemísticamente– por tener una hermandad en un barrio como el Albaicín, pasando por los Grifos de San José, otra pasando por las cuevas del Sacromonte, rociada de saetas, con hogueras y bengalas, o la majestuosidad solemne de la virgen alhambreña, horadando el recinto nazarí, por sólo poner algunos ejemplos, entre los que no escaparía el Cristo de la Misericordia, por la Carrera del Dauro con su Granada apagada, y el acompañamiento solitario de un timbal destemplado en cabeza de procesión. Creo que, con estos detalles, no es posible la comparación con ninguna otra Semana Santa. De ahí que hasta la Casa Real haya mostrado más de una vez su apoyo a nuestra liturgia en las calles, otorgando el título de Real a varias de nuestras cofradías e incluso asistiendo a alguno de nuestros desfiles en tiempos pretéritos.
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En la década de los años noventa del siglo pasado, cuando el pintor de la tierra Enrique Padial fue nombrado rey mago, destacando a nivel nacional porque, en lugar de tirar caramelos echaba jamones y quesos desde la carroza, con la ayuda de su paje real, el matador de toros granadinos, Miguel Montenegro, en esa Semana Santa, se trajo a Granada a su fiel amigo, el pianista gaditano Felipe Campuzano, por entonces en la cúspide de la fama, que pertenece a la generación posterior a Arturo Pavón y a la generación de Pepe Romero, Pedro Ojesto Barajas y José Miguel Évora, introduciendo Campuzano el piano flamenco dentro del concepto de recital. En los años ochenta alcanzó gran popularidad y difusión gracias a sus discos de piano flamenco pertenecientes a la serie inacabada Andalucía Espiritual con el guitarrista Rafael Morales, destacando las composiciones, Las Salinas (alegrías) (1978) y Sevillanas del Alma (1979). Pues en la madrugada ya del Jueves Santo, cuando el Cristo del Consuelo atravesaba el Sacromonte, se instaló en la terraza de una cueva un piano y, con la Alhambra por testigo, Felipe Campuzano recitó e interpretó al teclado una serie de poemas y partituras dedicadas al Cristo de los Gitanos, haciendo de aquel momento un recuerdo imborrable para los que tuvimos la ocasión de vivirlo. Cosa que no ocurre en otras semanas santas.
El histórico cantaor, cuyo magisterio aún no ha sido superado, nacido a diez metros de los famosos y albaicineros Grifos de San José, el último año de su vida protagonizó una de las escenas más impactantes de nuestra Semana Santa, cuando en compañía de toda su familia, en el patio de las Comendadoras de Santiago, mientras los costaleros daban la primera chicotá para encarar la puerta de salida, cantó una letra especial para la ocasión, basada en la música de la marcha Amargura. No hay que olvidar que Enrique Morente, aparte de ser una cantaor excepcional e irrepetible, tenía formación musical, pues no en vano había sido niño cantor en el coro de la Catedral de Granada, y esos conocimientos de la música culta los fue agrandando junto a la progresión de su carrera, tal y como demostró en su famosa Misa Flamenca, grabada en Madrid, o en sus actuaciones junto a las Voces Búlgaras, como quedó grabado para la historia, en el programa que presentaba Miguel Bosé en TVE.
Los que ya peinan canas recordarán el programa 'La Casa de los Martínez', cuando solo teníamos un canal de televisión. Florinda Chico, junto a Rafaela Aparicio, formaban un dúo genial de cuerpo de casa, junto con las apariciones del gran Pepe Rubio, sobrino de los dueños. Actriz completa de teatro, radio, televisión y cine, abarcó desde sus comienzos en la revista con Celia Gámez, hasta los clásicos como Valle-Inclán, Cervantes o Lorca, con su famosa Bernarda. Una madrugada de Martes Santo, cuando yo mandaba a los costaleros nazarenos llevando el paso de la Virgen de la Amargura, mientras Paco Carrasco me vigilaba de cerca, descubría a la altura de la verja de la Calle Oficios, arropada por su modisto y amigo, Paco Afán, a Florinda Chico. Mandé parar el paso, le ofrecí un clavel del frontal y le pedí que hiciera la 'llamá' a los costaleros. Aquellos ojos enormes de la actriz se le salían de las órbitas cuando vio que, a su toque, el paso se puso en marcha y la banda sus sones. Las lágrimas empapaban su rostro, en una noche que no olvidaría nunca… y fue en Granada.
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El segundo presidente de nuestra democracia –tras el susto de Tejero–, primer marqués de la Ría de Ribadeo, fue un hombre culto que llevó por primera vez un piano a su residencia del Gobierno, y de profundas convicciones religiosas, como quedó demostrado en aquellos domingos que, de incógnito y con su esposa, se venía de Madrid hasta la Basílica de San Juan de Dios para oír misa.
También era un admirador de Granada y de su historia, pero sin alharacas ni difundirlo a los cuatro vientos. Con esa misma discreción que le caracterizaba, apareció en aquellos años ochenta a ver nuestras procesiones, como lo demuestra su presencia en la tribuna de la Semana Santa de Granada, junto al presidente de la Diputación, José Sánchez Faba, mientras un penitente pide la venia. El momento lo inmortalizó, Juan Ortiz Fernández (Orfer).
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