Aquella era una noche más en la que Enrique Morente y yo coincidíamos en el bar Provincias. Pero algo había en el ambiente que nos hacía presagiar lo contrario. Aquella iba a ser una noche más, pero de cante grande por todo lo alto. A ... eso de las doce, cuando ya tocaba decidir si nos íbamos a casa o seguíamos, yo me temí lo peor, y eso fue lo que sucedió. Enrique me echó el brazo por encima y me dijo: «¿Tienes ahí el coche?» Yo respondí que el mío no, pero que teníamos el de Antonio Fuillerat, 'El Fogonero'. Era un flamante Citroën CX Palas, cuya suspensión subía cuando lo arrancabas, como si fuera el mítico Tiburón, de la misma marca. Así que, desde la plaza de las Pasiegas, nos pusimos en un 'santiamén' en el Sacromonte.

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Entramos en una cueva, nos fuimos a un reservado donde solo estábamos los cabales y, al momento, apareció 'El Cascarilla' con su guitarra, y la noche echó a andar por los aires de lo sublime. Enrique me dijo: «¡Examíname!» Como si yo fuera el entendido, cuando la auténtica enciclopedia del cante era él. Yo, para empezar le dije «un poquito por Marianas», y ahí se dejó ir con la voz y el conocimiento que solo tienen los elegidos. Como cantaor bravo y poderoso, se crecía en el castigo, y yo me despachaba a gusto. «Ahora Bamberas, sigue con Mirabrás, unos cantes de columpio. Soleá de los 'panaeros', El Polo y la Caña con sus variantes, la seguriya con el cambio de Manolito María. Ahora los cantes de Frasquito, la malagueña de La Trini. El cante por Serranas, de Rafael Romero, 'El Gallina'. Ahora los cantes de Paquillo 'El del Gas', la temporera de Manolo Ávila, la soleá apolá del Niño de Jun». Yo ya estaba agotado, y él más fresco que una lechuga, cuando 'El Fogonero' volvió del servicio y dijo: «Son las nueve de la mañana, yo debería abrir mi bar en la calle Navas, tú el despacho de la calle Recogidas, y Enrique… a Enrique lo dejamos en su casa». Pero él se quedó. Jugaba con ventaja. Enrique se levantaba todos los días a las tres para ver el telediario, mientras que los mortales teníamos obligaciones temprano. Como podrán ustedes imaginar, es imposible que noches así se olviden.

UN CREADOR QUE DEJA ESCUELA

Yo podría aburrirles describiendo la capacidad cantaora de Enrique Morente, su conocimiento de los cantes, de la música en general y sus virtudes. Prefiero recordarlo en compañía de 'La Pelota' y de sus hijos, en el salón de mi casa, de la calle Concepción, como un amigo más, hablando de lo divino, lo humano y lo cotidiano, porque Morente era no solo el cantaor más largo de su historia sino la persona más normal, familiar y cariñosa que ustedes puedan echarse a la cara. Por eso no es casualidad que sus hijos hayan tomado las múltiples vereas del cante, teniendo en el horizonte, la imagen de un progenitor ortodoxo, con los conocimientos suficientes para avanzar en los tiempos, ajustados a un pentagrama de gloria. Morente ha sido un creador del que se hablará en los siglos venideros como lo mejor que le pudo ocurrir al flamenco.

Dije hace decenas de años que Estrella Morente era la única voz en la historia que aunaba en su garganta la escuela de Pastora Pavón, 'Niña de los Peines', y la raíz más profunda y educada de nuestra copla, personificada en Doña Concha Piquer. Filtrada por la modernidad de su padre, el conocimiento de los clásicos y de la música culta, Estrella Morente ha tenido que tirar de la pesada carga de su apellido y de las inevitables comparaciones catetas, cuando ella es otra cosa muy distinta, aunque su eco sea el mismo y le corran por las venas el acento y el quejío paterno. Cuando uno escucha a cualquiera de los tres hermanos iniciar un cante, una copla o una canción, es irrenunciable escuchar el eco morentiano del niño de la Cuesta de San Gregorio, que formó a los suyos en los cánones más estrictos y exactos de la música de todos los tiempos.

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AURORA CARBONELL

Esos jardines de Enrique Morente, en la esquina de General Ricardos con Clara Campoamor, en Madrid, no hacen más que testimoniar el reconocimiento de los madrileños, a un granadino ilustre que allí conoció a su mujer, formó familia y con ellos retornó a nuestra tierra para que aquí crecieran al abrigo de esa compañera imprescindible, que es su viuda, y que ha sabido inculcar a sus hijos el amor a su padre y el seguimiento de sus enseñanzas personales y musicales. Una bailaora que abandonó los escenarios para formar una familia ejemplar de la que debe estar muy orgullosa.

Soleá Morente es una flamenca de alta graduación, con toda la música moderna y actual de su generación en la cabeza, pero con el gusto de las mejores formas estéticas, hasta el punto de que no renuncia al flamenco, a Mecano, al jazz, o a Mariola Cantarero. Tiene toda la música en la cabeza y sabe bien qué hacer con ella.

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Kike Morente, aquel niño al que le di la alternativa cofrade en la Hermandad del Huerto de los Olivos y María Santísima de la Amargura, tiene en su garganta los ecos más frescos y actuales del flamenco, por derecho propio. Su binomio con el nieto de Habichuela, a cuyo estreno asistí hace muchos años en el Carmen de las Cuevas, ya conformó el presagio de grandes cosas. Es joven, tiene todo un camino de estudio por delante y a su lado las personas adecuadas. Podrá conseguir todo lo que se proponga.

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