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Esto de acumular trienios tiene como sufrimiento el tener que ver cómo mis amigos se despiden de este mundo en un goteo incesante, dejándome sin esas referencias amistosas y artísticas con las que he ido creciendo junto a ellos, impregnándome de todo lo bueno que ... me han enseñado. Tal es el caso que ahora me ocupa, referido a mi amigo Francisco González de la Oliva, que se nos marchó hace unos días en la Villa y Corte, sin hacer ruido, tal y como había vivido en Granada, llevando a cabo una labor importantísima en dos museos imprescindibles como son el de Bellas Artes y, sobre todo, el de la Casa de los Tiros.
Paco, fumador en pipa como yo y enamorado de esta tierra, su historia y patrimonio, llevó a cabo una labor tan importante como dinamizador cultural que no exagero si afirmo que esta ciudad mantiene una deuda de reconocimiento con él. Como dice Juan Manuel Serrat, los viejos nos convertimos en fantasmas con memoria; por eso no me resisto a recordar aquellos tiempos en los que compartíamos tabaco en largas charlas sobre proyectos culturales con los que enriquecer el panorama granadino.
Granada por bandera
Fueron días y días con sus tardes y, a veces, parte de sus noches. Pensando, a finales de los setenta del siglo pasado, cómo tenía que ser la Granada artística y monumental para venderla adecuadamente al visitante. La charla discurría distendida, unas veces en el despacho del director del Museo de Bellas Artes, Enrique Pareja López, otras en el taller de restauración del palacio, y algunas más en la cámara donde dormían los fondos cedidos por el Museo del Prado. Mis conversaciones con Francisco González de la Oliva eran largas y jugosas. Porque Paco tenía en la cabeza toda la historia del arte, la de Granada y sus monumentos y, además, las ideas más avanzadas y vanguardistas acerca del arte que se hace en nuestros días. Una mañana con él era como hacer un máster en cultura de todas las épocas sin haber pisado un aula universitaria. Era de esas personas imprescindibles y brillantes que tiene Granada, pero que huyen continuamente del foco y el objetivo a pesar de realizar un trabajo excelente e imperecedero.
El museo de Granada
Cuando alguien reivindica en ocasiones un museo para la ciudad de Granada, yo personalmente creo que no conoce la Casa de los Tiros, que transpira granadinismo por sus muros centenarios. La finca da, por su tamaño, para lo que da, pero ahí está Granada y todo lo que somos desde el siglo XVI. La Casa de los Tiros fue construida entre 1530 y 1540 por los Granada-Venegas, descendientes directos de la familia real nazarí que se convirtieron al cristianismo cuando la ciudad fue tomada por los Reyes Católicos. Para no aburrir, diré que en 1929 pasó a ser de propiedad pública gracias a la resolución favorable al Estado español de un largo litigio que se mantuvo con los Marqueses de Campotéjar, descendientes de los Granada-Venegas y emparentados ya con familias reales europeas, en el que afortunadamente se recuperó también el Generalife. Desde ese momento, el que después sería alcalde, Antonio Gallego Burín, hizo de esta fortaleza palacio del barrio de los alfareros y epicentro de la historia y costumbres de nuestra ciudad, logrando donaciones importantísimas entre las que destacan las suyas propias, en una labor que años más tarde seguiría su hijo, Antonio Gallego Morell. Pinturas, grabados, taracea, tejidos alpujarreños, faroles de latón y, sobre todo, preciosa cerámica granadina de Fajalauza del siglo XVIII se pueden admirar con el orgullo de estar ante piezas únicas, como ocurre con los inigualables barros de Mariscal, entre otros. Esto, unido a su incomparable archivo escrito y hemeroteca, entre otras muchas cosas que no relato para invitar al lector a realizar su visita, hacen de la Casa de los Tiros el auténtico corazón de Granada; ese que, según el lema de los Granada-Venegas, es el que manda.
El sello de González de la Oliva
Paco llegó a la Casa de los Tiros en un momento en el que estaba todo por hacer. Como muestra, diré que su hemeroteca tenía más visitantes que el propio museo, donde los días discurrían sin un solo visitante mientras faltaba espacio en la sala de lectura. Se produjo un antes y un después en el museo tras su nombramiento. González de la Oliva abrió de par en par la casa a la ciudad, transformándola en una herramienta dinamizadora del panorama cultural, donde tienen cabida todas las artes: desde el flamenco a la música clásica, desde la pintura a la escultura, desde la conferencia a la poesía. Comenzó a sonar en nuestras calles el nombre de un lugar mágico, hasta entonces desconocido, llamado la Cuadra Dorada; un jardín romántico sobre la cuesta del Cementerio de Santa Escolástica y la calle Damasqueros donde resuena la poesía, un patio bellísimo para la música y la palabra, y unas salas adecuadas para admirar las artes plásticas. A todo eso, su trabajo añadió la racionalización de los fondos museísticos, aprovechando inteligentemente las estancias para una adecuada exposición y que el visitante pudiera así admirar la riqueza e importancia de los fondos que se atesoran en la fortaleza. Durante los años que estuvo dirigiendo los destinos de esa casa, González de la Oliva dejó un trabajo ímprobo en favor de esta ciudad cuyo resultado es auténticamente impagable. La ciudad está necesitada de muchos González de la Oliva que lleven a cabo su trabajo para engrandecerla sin necesidad de aparecer en la foto, como era su lema. Se ha marchado sin hacer ruido, y sé que este artículo le hubiera ruborizado, pero no he podido resistirme a reconocer su sapiencia, cariño a la ciudad y amistad. Así era Paco.
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