En días como el de hoy, yo subía con mi abuela al cementerio de San José, para limpiar y ornamentar la tumba de su hijo, mi tío, el pintor Rafael López Marín, para que el día de los santos y el de los difuntos luciera ... llena de flores. Él había muerto el día veintinueve, del nueve, de mil novecientos cincuenta y nueve. El mismo día, pero nueve años antes, lo hizo su padre, así que cada vez que el almanaque dice que llega el día de san Miguel, en casa solemos mirarnos unos a otros, a ver a quién le toca esta vez. Vamos, que nos ponemos, más o menos, como un pavo escuchando una pandereta.

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Con un cubo y estropajo, dejábamos la tumba reluciente. Estaba enterrado en la tierra, pero después la familia logró que el túmulo fuera forrado con mosaicos blancos y a la cabecera, junto a la cruz de hierro forjado que sostenía una placa de mármol con sus datos, se instaló una hornacina protegida con cristal, en cuyo interior había una foto de mi tío y una figurita de fray Leopoldo, del que era devoto y al que había conocido en vida, junto a unas florecillas de plástico descoloridas por los rayos del sol, que aprovechábamos para cambiar por otras nuevas que duraban todo el año. A continuación, en un tazón de loza, mi abuela vertía aceite, en el que ponía flotando y encendidas, cuatro mariposas como ella les llamaba, que no eran más que unas lamparitas de aceite marca don Bosco. Después de la faena, rezábamos el rosario por la salvación de su alma y eterno descanso, y un fotógrafo ambulante de los que recorrían el cementerio nos hacía una foto junto a la tumba, según costumbre de la época.

Tradición

Como podrán comprender, estas tradiciones en la memoria de un niño se quedan grabadas a fuego en la mente, a pesar de estar tan lejanas en el tiempo. Pero sepamos cómo empezó la tradición de honrar a nuestros muertos.

Dicen los que de esto saben que en el libro Segundo de los Macabeos está escrito: «Mandó Juan Macabeo ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de sus pecados». Análogamente, en los primeros días de la Cristiandad se escribían los nombres de los hermanos que habían partido en la díptica, que es un conjunto formado por dos tablas plegables, con forma de libro, en las que la Iglesia primitiva acostumbraba a anotar en dos listas pareadas los nombres de los vivos y los muertos por quienes se había de orar. Para la Iglesia católica, se trata de una conmemoración, un recuerdo que la Iglesia hace en favor de todos los que han muerto en este mundo (fieles difuntos), pero aún no pueden gozar de la presencia de Dios, porque están purificando, en el purgatorio, los efectos que ocasionaron sus pecados.

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Este día, los creyentes ofrecen sus oraciones (llamadas sufragios), sacrificios y la misa para que los fieles difuntos de la Iglesia purgante terminen esta etapa y lleguen a la presencia de Dios. Hay, pues, una gran diferencia en la fiesta del día primero y el ambiente de oración y sacrificio del día dos. Aunque la iglesia siempre ha orado por los difuntos, fue a partir del 2 de noviembre del año 998 cuando se creó un día especial para ellos. Esto fue instituido por el monje benedictino san Odilón de Cluny. Su idea fue adoptada por Roma en el siglo xvi y de ahí se difundió al mundo entero.

Incineración

Con el avance de los tiempos, esta tradición se ha modernizado, aletargado de alguna manera. Con la aparición de la incineración, los cementerios presentan una estampa distinta, conviviendo aún con retazos de la tradición. Ya tuvimos un primer paso, cuando se dejó de enterrar en la tierra, pasando los féretros a los nichos, pero con las cenizas del finado en una urna portátil, las posibilidades de reconducir el duelo se han diversificado.

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Hay quienes dejan testado que éstas se esparzan en un lugar determinado al que en vida le tuvo cariño. Otros las depositan en pequeños columbarios, como hacían los antiguos romanos. Incluso me consta que otras descansan en la vivienda de la familia, en lugar de honor a modo de altar doméstico. Particularmente, si no hubiera decidido ya y, comunicado a los míos, dónde quiero reposar eternamente, me hubiera gustado que mis cenizas se depositaran en el jardín que nuestro cementerio tiene a disposición de quienes deseen utilizarlo, sobre todo por compartir con tanta gente un lugar en el que no estar solo eternamente. El Jardín de las Cenizas, junto al Señor del Cementerio, me parece un lugar idóneo, en el que compartir espacio con tantas personas anónimas, que ya no lo serán.

Hemos pasado –los de mi generación– de velar a nuestros muertos en casa, llevar luto durante dos años, rezarles una novena tras el fallecimiento, la misa de corpore insepulto, la esquela en el periódico y la misa de difuntos cada aniversario, a modernos edificios con tanatosalas, aparcamiento y cafetería para los velatorios.

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Del dolor y el silencio, a que alguien tome la palabra glosando al difunto, antes de la despedida en la sala del adiós, o que suene su música preferida. De guardar como recuerdo, la pluma, el encendedor o el reloj del muerto, a poder llevarlo colgado al cuello, convertido en una piedra preciosa a modo de colgante o collar. De depositar su cuerpo en el lejano cementerio, a tenerlo en la repisa de la chimenea en el salón. En fin, que hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad, y nosotros…también.

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