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Vivimos unos tiempos en los que eso de usar y tirar es lo que se lleva. La ropa y los zapatos ya no se heredan de los hermanos mayores a los pequeños. No se les ponen coderas a los jerséis, ni rodilleras a los pantalones, ... no se les cambian los puños y los cuellos a las camisas –algunas los traían de repuesto al comprarlas– ni se tintan los abrigos de otro color, cambiándoles los botones, para que parezcan distintos. Cuando engordamos o adelgazamos, no llevamos los trajes o vestidos a la modista para que les saque de las costuras o les meta, según convenga. La solución es tirarlos a la basura o, si estamos concienciados, depositarlos en el contenedor correspondiente.
Antes, cuando comprabas una cerveza o gaseosa, si no llevabas el casco vacío de la anterior, o no te la vendían o te lo cobraban aparte. Ahora los que reciclamos lo llevamos al contenedor verde. Porque eso sí, cada vez hay más contenedores es las isletas para reciclar. Desde el azul para papel y cartón, hasta el del aceite usado, pasando por la nueva incorporación del marrón para la materia orgánica, sin olvidar el amarillo para latas y tetrabrik. Aunque desde mi punto de vista, los contenedores no se vacían con la regularidad debida y, a veces, estas isletas para reciclar presentan un aspecto deplorable, más parecido a una escombrera en la que campan a sus anchas toda clase de insectos y otros animalillos con rabo, más propios de alcantarillas.
Mención aparte merecen los plásticos, esos que ya nos comemos al digerir nuestros pescados, que están convirtiendo nuestros mares en fosas 'indegradables' para varias generaciones y que, por mucho que avanza la ciencia, todavía no hemos dado con la tecla para deshacernos de ellos. Así las cosas, el panorama del siglo XXI es desolador, si tenemos en cuenta que la basura nos come, contaminando nuestro hábitat, gracias a ese afán que nos ha dado a todos por consumir. Y conste que no he hablado todavía de pilas alcalinas, baterías de móviles, microondas desechados y otras lindezas de las que nos deshacemos en pro de la modernidad y los nuevos tiempos.
No seré yo quién diga que cualquier tiempo pasado fue mejor. Dios me libre. Pero he de reconocer que en los años de mi niñez la cultura del aprovechamiento de las cosas estaba más extendida, unas veces por necesidad y otras por una jerarquización adecuada a las circunstancias, basada en el sentido común y el temor al despilfarro sin sentido. Pongo por caso que cuando sobraba cocido, mi abuela al día siguiente lo mareaba en la sartén con un poquito de cebolla y pimentón, y nos hacía un plato exquisito llamado, 'ropa vieja', que nos chupábamos los dedos. De igual manera, con la 'pringá' sobrante, doña Juana nos preparaba unas croquetas que quitaban las «tapaeras der sentío». Y si eso ocurría con la comida, no digamos con los utensilios de la casa. Tenía ella un lebrillo enorme de Fajalauza, en el que sus padres la habían bañado toda la vida, y ella continuó haciendo lo mismo con sus nietos, a base de ollas de agua caliente y jabón Lagarto.
Un buen día, no sabemos cómo, el lebrillo dio en tierra y se rajó. Mi abuela no lo tiró, esperó unos días a que el lañador pasara por la calle pregonando su oficio, y aquel hombre lo restauró con dos lañas, de tal manera que el lebrillo sirvió para bañar a otra generación. La abuela Juana que, había vivido las penurias de una guerra y, los años del hambre con las cartillas de racionamiento, no tiraba a la basura nada más que lo prescindible.
Cuando una silla de enea se estropeaba, la dejaba en el portal para que cuando pasara el artesano de la anea, se parara un rato y –como ella decía– que le echara un culo bien trenzado y con el nuevo asiento… silla nueva en casa. Lo mismo ocurría con las sartenes y las ollas de la cocina, cuando por el uso se desgastaban y aparecía una grieta o un agujero. Cuando escuchaba el pregón del 'hojalatero', salía a la calle para que aquel hombre menesteroso le soldara una pieza a la sartén y, otra vez a estrenarla gracias al buen oficio del lampista. Por cierto, que cuando la sartén era nueva, para que no se pegara, mi abuela la ponía al fuego con paja y vinagre hasta que aquello cocía un rato, y jamás se le pegó un guiso.
Dije al principio que cualquier tiempo pasado no fue mejor, por eso no voy a pedir ahora que vuelvan a nuestras calles hojalateros, silleros y lañeros, ni los que «arrecortaban y atirantaban las colchonetas», vendían mantillo para las macetas, o te reponían la borra nueva en el colchón, ni los traperos que te cambiaban la ropa vieja por un plato de loza. Pero sí creo firmemente que deberíamos plantearnos todos hacer un uso más apropiado de lo que tenemos en casa, desechando un poco esta cultura de usar y tirar que nos ha comiso el seso, pues este consumismo desmedido que ahora nos rodea nos está creando un problema a nivel mundial: No tenemos sitio en el planeta donde tirar tanta basura del primer mundo y, estamos convirtiendo en un estercolero a muchos países subdesarrollados que admiten nuestra basura, pero no saben que hacer con ella. Y por favor, que alguien invente algo para limpiar nuestros fondos marinos, convertidos en fosas silentes de nuestros deshechos que la basura… nos come.
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