El Parlamento Europeo ha dejado fuera de sus planes hasta 2050 el tren a Motril. Un proyecto impreso en 1854 ya planteaba la necesidad de unir Granada y el litoral con ferrocarril: «Es su punto de partida, y su única y exclusiva salvación»
Mi amigo Paco me envía un documento que ha encontrado en los archivos de la Universidad de Granada. Hay quien se dedica a estas cosas. El tiempo se ha puesto amarillo sobre la fotografía, que escribió Miguel Hernández, pero el librito de setenta páginas sigue ... de plena actualidad. Se trata del proyecto de ferrocarril redactado por el catedrático Francisco de P. Montells y Nadal, impreso en 1854. La propuesta era construir una línea que «empalmase» con la que se ejecutaba en ese momento entre Málaga y Córdoba. Las primeras frases de la introducción las podríamos trasladar tal cual, 170 años después, a cualquier discurso de los tiempos que habitamos. «Muchas veces hemos oído a personas respetables quejarse del lamentable abandono en que se halla Granada», mencionaba el autor con añoranza los telares dedicados a la industria de la seda o la «brillantez y fausto» de la antigua Chancillería. Ya vemos que el sentimiento de agravio, ese en el que el granadino hiberna, no es nuevo.
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La vigencia del texto es llamativamente alarmante, porque denota que, en esta tierra, los debates traspasan los siglos. «Ante todo, se ha observado que necesitamos comunicaciones expeditas y prontas para que la capital se ponga en contacto con algún puerto de la costa. Carreteras y caminos que faciliten estas comunicaciones (...). Desde remotos tiempos se han dirigido las miras de los particulares, y aun las de algunas autoridades y altos funcionarios, en el puerto de Calahonda, situado a dos leguas de la ciudad de Motril. Entorpecimientos sin cuento han detenido este pensamiento», denunciaba Montells y Nadal. El autor apostaba por el hermanamiento de Granada con Córdoba y Málaga, que ya entonces empezaba a despegar económicamente. «Málaga, con su floreciente comercio, su magnífico puerto; con ese espíritu emprendedor que tanto caracteriza a los hijos de la rica Andalucía; Málaga, repito, adquiriendo con su constante tráfico con la Gran Bretaña una parte de la educación inglesa, que imprime solidez en las ideas y constancia en los negocios, ha modificado en cierto modo sus costumbres, planteando suntuosos establecimientos donde la fabricación se ha llevado a la mayor altura. Digámoslo de una vez: Málaga se ha entregado llena de fe en brazos de la industria».
«Ante todo, se ha observado que necesitamos comunicaciones expeditas y prontas para que la capital se ponga en contacto con algún puerto de la costa«
Las expectativas para Granada eran ambiciosas –hoy concluiríamos que pretenciosas–. El catedrático vislumbraba que estaba llamada a «figurar quizá como la segunda población de España». Pero, para eso, necesitaba en tren que conectara la capital con el litoral. «El proyecto de un ferrocarril es su punto de partida, y su única y exclusiva salvación. Toda vez que por medio de una vía férrea estuviese íntimamente unida con Málaga, fluirían los capitales para impulsar los diversos medios y sistemas de fabricación;(...) y ricos propietarios, hombres de grande fortuna, vendrían a establecerse en esa Granada cantada de los poetas, y cuyo cielo embalsamado inspira siempre al genio que le contempla».
El coste estimado de esa línea de ferrocarril era de treinta y dos millones de reales vellón. Al cambio, ocho millones de pesetas de los de entonces.
Repaso estas notas de 1854 porque el Parlamento Europeo acaba de aprobar el plan de la red transeuropea de transporte (RTE-T) hasta 2050 y la conexión ferroviaria Granada-Motril se ha vuelto a quedar fuera. En la libreta anoté la semana pasada la frase de un directivo del puerto motrileño. Según me contó, grandes compañías como Inditex han dejado de operar en la dársena porque les resulta más rentable hacerlo desde otros lugares donde sus mercancías tengan salida por tren.
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Después de 170 años quizás haya llegado el momento de apostar formalmente –sin palabrerías de campaña electoral– por este proyecto. Y el primer paso es que el Gobierno costee un estudio de viabilidad que permita avanzar en la tramitación. Me consta que desde el PSOE granadino se ha planteado en Madrid esta posibilidad.
Hay que presionar.
UNA PRENSA LIBRE, CON LECTORES LIBRES
Me he cruzado con contertulios en numerosas ocasiones que se jactan de no leer periódicos porque son sensacionalistas o están entregados a oscuros intereses políticos. La afirmación se desmonta desde su propio enunciado. Si no leen esos periódicos, ¿cómo lo saben?
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Mucho se ha hablado esta semana de los bulos y los límites de los medios de comunicación. En un país que tiende a la generalización para tener la conciencia tranquila, donde los funcionarios son unos flojos; los empresarios, unos avariciosos ladrones; y los políticos, unos corruptos –algunos también comparten atributos con los empresarios–, era previsible que a todos los periodistas –sin excepción– se nos tache de mentirosos.
Soy periodista, pero me pasa como a Manuel Vicent: prefiero que en casa sigan creyendo que toco el piano en un burdel.
Mi experiencia me ha demostrado que el periodismo es el último recurso que queda cuando han fallado todos los resortes de una sociedad. El paciente que dice haber sufrido una negligencia médica; el ciudadano al que han impuesto una multa que cree injusta; el denunciante al que no otorga la razón la justicia; el vecino al que no escucha el alcalde... Todos acuden como intento a la desesperada a una redacción para que los atienda uno de esos periodistas engreídos, falsarios y embusteros.
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Mi experiencia me ha demostrado que el periodismo es el último recurso que queda cuando han fallado todos los resortes de una sociedad
Un periodista no busca el aplauso incondicional de la audiencia. Ni reafirmar los prejuicios que intuye en el destinatario de sus mensajes para lograr la adhesión inquebrantable. El periodista libre persigue provocar la reflexión, enfrentar al lector ante las contradicciones, aportar argumentos e incitar el pensamiento.
Ahora que tanto se habla de acabar con la desinformación, hay una forma simple y directa de hacerlo sin necesidad de aplicar ningún cambio legislativo: leer periódicos. Consumir información de un medio reconocido y reconocible; que responda ante la justicia si traspasa las normas.
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Lejos de la imagen que se proyecta, los periodistas no tenemos inmunidad ni licencia para opinar sin límites. Si nos excedemos, recibiremos el castigo del Código Penal y –sobre todo– de la audiencia. Por cierto, son los diputados y senadores los que sí gozan –según recoge la Constitución– de inviolabilidad por las opiniones manifestadas en el ejercicio de sus funciones. También para el insulto y el engaño.
En los últimos años asistimos a una estrategia deliberada por parte de algunos círculos de poder para invertir las reglas de la opinión pública; ser los políticos los que controlen a los medios de comunicación; que no somos más que intermediarios a los que el resto de la sociedad nos encomienda interpelar a nuestros gobernantes. El objetivo no es otro que acabar con una sociedad crítica y reflexiva.
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Para regenerar la democracia y erradicar los bulos, podríamos empezar por sancionar las mentiras en política y obligar a todos nuestros dirigentes a que cumplan con las promesas a las que entregamos nuestros votos en campaña.
También ha llegado el momento de hablar de la responsabilidad que cada persona tiene dentro de la sociedad que comparte y habita. No podemos evadirnos de sus problemas y sus retos; sus venturas y sus miserias. Y para participar de su gestión hay que estar informados.
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Probablemente, poco podamos hacer sin traicionar los principios honrados de este oficio; más que aguardar a que pasen estos tiempos efervescentes y, cuando la sociedad busque de nuevo un discurso crítico, independiente y reflexivo, nosotros sigamos ahí.
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