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Sergio González Hueso
Granada
Domingo, 12 de febrero 2023, 23:34
La casería de los Cipreses ha sido propiedad de una orden religiosa, de un importante mercader de grano o de un industrial de embutidos. También fue el lugar en el que se casó la hija de un terrateniente. En los 70 pasó a manos de uno de los constructores más conocidos de Andalucía y hoy, cuando está incluida en el catálogo de bienes del Ayuntamiento, se espera que algún día sea parte del ansiado anillo verde de Granada. Mientras tanto, el viejo cortijo sigue acumulando años de abandono e historias de vida que parecen sacadas de una película.
La última la protagonizan tres hombres: Kamal, Chatat yMadini. Ellos son de quienes a veces se habla en las juntas de distrito de Beiro. Para algunos vecinos son como fantasmas cuya presencia les inquieta.No tienen motivos, simplemente temen lo que desconocen, porque no saben quiénes son; qué hacen y por qué viven en un caserón sin luz, sin agua y que está casi en ruinas.
«La respuesta es fácil: porque no tenemos otra alternativa», respondeKamal con sencillez mientras le abre a IDEAL las puertas de la casa en la que vive de prestado. Ocupa el cortijo de los Cipreses desde hace ya más de un año junto a sus dos amigos y Fox, un pastor alemán que fue descrito por la Policía en uno de sus informes como«un perro grande». Ellos cuatro comparten una rutina complicada, pero a la que se han acostumbrado con parsimonia. Hablan de su peripecia vital como cualquier otra persona habla de la suya, pero desde luego sus historias tienen más enjundia.
Kamal cuenta que nació en Marruecos hace 50 años. A Europa llegó huyendo de problemas familiares. Allí tenía una empresa; aquí nada. Ha conocido nueve países y un buen día se vio en Motril aparcando coches. Entonces un hombre bajó su ventanilla y le dijo algo que marcó su destino: «Bienvenido a tu segundo país». Cuando Kamal oyó aquello sabía que viviría mejor al calor de los granadinos y, cinco años después, recibe a los periodistas con una bufanda del Covirán enrollada al cuello.
kamal
En su viaje lleno de adrenalina y sinsabores dio tumbos hasta que se encontró al «calvo», dice bromeando mientras señala a Chatat Mohammed, a quien no le queda más remedio que reírse. Ambos se conocieron en una asociación sin ánimo de lucro de la capital. Fue Chatat quien le comentó lo del cortijo. Lo vio un día dando un paseo.Y se fijo en él; y entró; y lo ocupó.Fue hace cuatro años. En este tiempo lo ha ido arreglando como ha podido; poco a poco; con todo el cariño del mundo. «Es un trabajador nato», dice Kamal, que va traduciendo lo que este hombre le cuenta. En Marruecos era mecánico y camionero. Por lo visto, de los buenos. Y como tenía que cruzar a la Península en ocasiones para dar portes, en uno a Castellón decidió quedarse en España para intentar prosperar.
En cinco años apenas ha conseguido nada, ni siquiera los papeles. «Y sin ellos no puedo trabajar. Solo en negro y, como somos inmigrantes, abusan de nosotros», lamenta. Él es el alma de una casa en la que también vive Madini Hussein, el tercero en discordia y el mayor de los tres. Tiene 60 años y ha pasado sus últimos 14 en el país de la paella. Pero él se dedicaba a hacer shawarmas en Cúllar Baza, donde incluso vivía con una familia de la que hoy no sabe nada. Su último empleador murió y, de repente, se vio en el paro y en la calle. Los tres se han convertido en «una familia», como dice Kamal. Y así pasan los días.
Al cortijo entran por una entrada lateral, donde antiguamente se ubicaban el granero y las construcciones auxiliares. La primera estancia que aparece tras la puerta está al aire libre. Allí vive el perro, entre muros semiderruidos, basura y muebles arrumbados. También hay palomas. Y ratas, que se ve que hacen un sonido muy desagradable cuando cae la noche. Como viven de la chatarra, la hay por todas partes; además de otros cachivaches, que alguno de ellos vende en rastrillos. También hay leña, que la usan para calentarse.
Recoger chatarra les ocupa buena parte del día. Una vez que se levantan, lo primero que hacen tras asearse y desayunar es coger la bicicleta y salir a buscarla. Van cargando lo que pillan en los contenedores de basura y de obra y lo guardan en el patio interior de la casería hasta que se lo venden a una empresa de la Chana. Sacan por persona entre 15 y 20 euros a la semana. Cada uno lo suyo. Y con eso tienen que sobrevivir.
Como no hay luz para neveras, lo que compran para comer lo cocinan al momento. Huevos, pan aceite... es Chatat el cocinero. Hace cuscús, tajine y otras recetas marroquíes que elabora en una pequeña cocina que funciona con butano y que iluminan con una linterna. Esta se encuentra en la estancia principal y única; a la que se llega por el patio, donde han creado un pequeño huerto con hierbabuena, un sitio para asearse con cubos de agua y hasta una pequeña mezquita para rezar.
chatat
El mayor tiempo lo pasan en la habitación que han arreglado y pintado. Su techo es muy alto y tiene las ventanas cegadas. Allí vivieron hasta el enjambre sísmico de 2021. «Esto no se cae», bromea Kamal a la vez que muestra la anchura de los muros de una habitación que en otros tiempos era usada por yonkis para chutarse droga. Desde que se establecieron ya no entra nadie extraño. Solo están ellos.
Junto a la pequeña cocina, que separa una cortina del resto de la estancia, se encuentra el 'salón', donde también hay cacharros por todas partes. El espacio lo preside una mesa, que es en la que comparten la cena, que es a las nueve de la noche. Para esa hora Kamal ya ha vuelto de la estación de autobuses de cargar su teléfono móvil. Tras la cena, un rato de charla y cada uno a su habitación. «Ya ahí hacemos lo que nos parece», cuenta Kamal, que le gusta leer y ver películas en su teléfono a través de aplicaciones pirata. De internet paga 20 euros al mes, y con eso le sobra. Mejor algo, que nada. Para él es vital tener contacto con el exterior, pues su único afán es trabajar para regularizar su situación en España «si Dios quiere», dice.
Kamal tiene un sueño, que es volver a abrazar a su madre. El problema es que si viaja a Marruecos para hacerlo, tendría que regresar en patera. A Chatat le gustaría bajar también, pero le da vergüenza que su familia sepa que ha fracasado en su intento de prosperar.Creen que sus problemas se acabarían si lograran sus papeles. «Queremos cambiar esta situación, trabajar con un contrato legal y alquilarnos una habitación», dice Kamal, que deja claro que no es ningún okupa, que nunca jamás entró en la casa de nadie y que si están en el cortijo es porque estaba abandonado.
«Somos buenos, que nadie tenga miedo de nosotros, porque no nos metemos con nadie; no podríamos hacerle daño ni a una hormiga. Solo queremos vivir en paz», subraya este hombre, que sabe que, más pronto que tarde, tendrán que abandonar el que es hoy su hogar. Fuera, en los terrenos de la casería hay máquinas trabajando. La urbanización de toda la pastilla de suelo les acecha. Están en mitad de una zona que bulle y donde no dejan de brotar nuevos bloques lujosos, proyectos de los que estas tres almas sin rumbo no saben nada.
Solo sospechan que un día les tocará irse y tienen miedo, pues dicen que el frío que pasan en las noches de invierno o vivir entre ratas «es mejor que volver a la calle», señala Kamal, que cuando se encierra en su habitación por las noches, cuando está solo, sueña con su «paraíso», ese abrazo querido. Son siete años los que hace que no ve a su madre y lleva cuatro peleando para lograr papeles y un trabajo digno. Como sus compañeros, está harto de recibir golpes de la vida, pero no se permite abandonar el ring. «Estamos cansados, pero tenemos que aguantar», se convence Kamal, que espera recibir pronto el último golpe, y que, por una vez, este sea de suerte.
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