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La pelota rueda por el parque Tico Medina. Bruno y Teo, hermanos de 10 y 6 años, disparan con todas sus fuerzas para meter gol en la portería contraria. «¡Este no lo vas a parar!», grita Bruno. De repente, tres chavales mayores se cuelan en mitad del partido y les roban la pelota. Los dos pequeños corren a por ellos y, en cuestión de segundos, terminan hechos un ovillo. Pero todos ríen a carcajadas. Uno de los mayores, rubio con los ojos azules, dice algo en ucraniano mientras se coloca a Teo sobre los hombros y le da vueltas en el aire, como si fuera un combate de lucha libre. Unos pasos más allá, una niña de mirada profunda y cristalina se sonríe con la escena.
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El 24 de febrero de 2022, mientras el ejército ruso invadía Jersón, un equipo de la Federación Ucraniana de Esquí de Fondo entrenaba en los montes Cárpatos. Eran cuarenta y cinco menores. Volver a casa no era una opción, así que siete entrenadoras –los hombres no podían viajar– se hicieron cargo de ellos y, en vez de regresar a Ucrania, huyeron a Sierra Nevada, donde vivieron varios meses, hasta que terminó la temporada. A cada niño y niña se le asignó una familia de acogida, todas vinculas de alguna manera con la estación granadina.
El 26 de junio la embajada ucraniana ordenó que todos los menores volvieran a su país. Todos, sin excepción. Una decisión radical que los padres de acogida no entendieron –siguen sin hacerlo– y que intentaron frenar por todos los medios. Pero no hubo manera. Se fueron.
Sin embargo, hubo tres niños que decidieron quedarse aquí, en Granada, pese a la orden. Anton, Nikita e Igor. Los dos primeros habían cumplido 18 años y, si ponían el pie en Ucrania, irían directos al frente. Igor, de 16, no tenía sitio al que volver, por culpa de las bombas, y optó por esperar. De todos los niños que marcharon, solo ha conseguido regresar Darina, una niña de 12 años de mirada profunda y cristalina.
Darina, 12 años
Darina mira a los niños jugar, enroscada en un brazo de Ludmila Mishckenko, miembro de Slava Ukraini que lleva una década viviendo aquí, en Granada. Ludmila ha venido para traducir sus historias pero, nada más empezar, Darina sonríe otra vez: «Llevo tres meses aquí –pronuncia muy bien, muy lento y muy suave, en español–. Vivo con familia de acogida. Quiero mucho a mi familia –señala con los dedos hacia abajo–. Pero echo de menos a mi familia –ahora apunta lejos, más allá de las nubes».
Darina tiene 12 años y es de Chernígov, ciudad al norte de Ucrania, cerca de Kiev. Cuando llegó a Sierra Nevada, en marzo de 2022, recuerda que no casi no podía hablar con su familia, que no sabían nada de la guerra, que todo les parecía «un poco mentira». Juanjo y Clara se convirtieron en sus padres de acogida, y Gonzalo, Carmen y Paola, en sus nuevas hermanas. Sin embargo, el 26 de junio tuvo que volver a Ucrania. «Pasé un tiempo allí –traduce Ludmila–, hasta que conseguí reunirme con Katerina, mi hermana (28 años), que estaba en Suecia». Fue entonces cuando Juanjo se puso en contacto con ellas y les dijo que podían volver las dos a Granada, a su casa. Desde el 31 de septiembre, viven todos juntos. «Voy al Instituto (Hurtado de Mendoza). Estoy muy bien, aprendo mucho. Pero echo de menos a madre. A padre», termina, sonriendo con los ojos temblorosos.
Igor, 16 años
La ciudad de Izium, en Jarkóv, es uno de los lugares donde la guerra ha sido más cruenta, con masacres salvajes y calles completamente devastadas. «Es un punto estratégico. Los edificios son escombros. El colegio deportivo donde estudiaba, un edificio protegido, está completamente destruido. En Izium nadie tiene ventanas ni puertas. No tenía donde volver, los misiles lo arrasaron todo». Igor tiene 16 años y lo que no consigue decir en español, lo traduce Ludmila. Cuando obligaron al equipo de esquí a regresar a Ucrania, Igor consiguió quedarse gracias a que su prima hermana, mayor de edad, le firmó los papeles necesarios. Después de todo, no tenía sentido volver donde no nada ni nadie le esperaba. Su familia, de hecho, ya había partido en su busca.
«Mi familia huyó de Izium –relata Igor–. Cruzó la frontera a escondidas, hasta San Petersburgo. Allí consiguieron escapar hasta Noruega. Y de allí a Granada. Ahora están aquí, estamos aquí». Volodímir, Olena y Petro, sus padres y su hermano, han conseguido instalarse en el Zaidín. «Y yo con ellos, claro –apunta–. Antes vivía con Maripaz, que me cuidó muy bien». Igor es alumno del IES Alhendín, donde le han acogido con mucho cariño. Casi tanto como el que él profesa a Maripaz, «la que le salvó»: «Gracias, muchas gracias Maripaz. Por la acogida. Por todo».
Anton, 18 años
Anton era un niño en Ucrania. Ya no. Cumplió 18 años estando en Sierra Nevada, así que cuando el equipo recibió la orden de regresar al país se encontró con una situación aun más angustiosa: «Si vuelvo, me alistan», dice, levantando los hombros, con las manos en los bolsillos. «Si vuelvo, no salgo de allí, como todos los hombres». La vida de Anton en Granada está en Gójar, con Tania y Juan, sus padres de acogida, y Juno y Wilma, sus nuevos hermanos. Sin embargo, desde hace poco, su familia es aun más grande. «Hace dos semanas vino mi madre y se ha instalado en el Hotel Leonardo, el que gestiona la Cruz Roja en Granada. Estoy muy feliz, aunque mi padre sigue allí, claro, no puede salir… La guerra es así», resopla.
Anton sigue entrenando a diario y, siempre que puede, sube a Sierra Nevada a esquiar. «Lo primero ahora es aprender bien español, para comunicarme. Y me gustaría ir a la UGR, estudiar Inef y convertirme en entrenador, como el resto de nosotros». En ese «nosotros» van los cuarenta y cinco del equipo pero, sobre todo, sus amigos. «En Ucrania no nos hacíamos mucho caso. Pero una vez que llegamos a Sierra Nevada, formamos una gran pandilla». Una pandilla especialmente importante para los mayores, como Anton. «Todos se fueron. Todos eran menores de edad. Todos menos Nikita».
Nikita, 18 años
«Soy de Sumy», dice Nikita. «¿Sumy? ¡Yo también!», exclama Ludmila, sorprendida. Nikita tiene 18 años y está matriculado en Inef, en la UGR, aunque ahora mismo está haciendo un intensivo de español, en la Escuela de Lenguas Modernas. Él, como Anton, sabía que si volvía a Ucrania no podría salir o, peor, tendría que ir al frente. «Me quedé con mi familia de aquí. Con José y Rocío. Con Bruno y Teo. Mira –dice, girándose hacia el camino del parque–, ahí vienen». Al llegar a su lado, José, entrenador de esquí, golpea con su hombro a Nikita y a Anton. Ellos le responden con el mismo gesto. Rocío, gestora de cuentas en una multinacional, reparte besos y les dice que se alegra de verlos. Los niños, mientras tanto, sueltan la pelota y se ponen a jugar al fútbol.
«Con Nikita, desde el principio, no quisimos un huésped en casa. Le hemos tratado como a un miembro más de la familia, para nosotros es un hijo», dice Rocío. La madre de Nikita, Tatiana, sigue en Ucrania, pero la tienen muy presente. «Hablo mucho con su madre –sigue Rocío–, nos compinchamos muy bien las dos», ríe.
Nikita, Anton e Igor cruzan sus miradas y se comunican en silencio. Al ver que los padres toman la palabra, dan un paso atrás, lentamente, hasta que echan a correr en busca de la pelota. Darina, enroscada en el brazo de Ludmila, les mira divertida. Nikita gira mil veces con Teo encaramado en sus hombros. «Ahora soy hermano mayor», sonríe.
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