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«Por motivos de seguridad», se escucha a todo trapo la megafonía por cada rincón de la estación de autobuses de Granada, y rápidamente piensas que te van a anunciar la quinta entrega del Apocalipsis en forma de coronavirus en vez de lluvia de fuego, «mantengan sus pertenencias al alcance…». Falsa alarma.
La cinta grabada y reproducida mil millones de veces no ha cambiado su texto. Se trata simplemente de que no ten tanguen la cartera, la mochi o la maleta con sus pertenencias. Por los cacos de toda la vida, los qu etrabajan al descuido en los momentos de zozobra entre bus y bus. Es una buena metáfora de lo que acontece aquí en la estación de autobuses. Es decir, nada de nada.
Pasan veinte minutos del mediodía y la temperatura primaveral compone una escena de laxitud, de media sonrisa y de como que la vida a veces también pasa a cámara lenta. En la entrada principal, la ya clásica furgona de la Policía Nacional se encuentra estacionada en la sombra. Los agentes patrullan la estación como cada día, más a la busca de marihuana y pastis que por algo relacionado con la crisis del coronavirus. De hecho, ni llevan guantes de latex puestos en las manos para prevenir contagios ni tampoco mascarillas.
Mascarillas. Si la fiebre es esl síntoma que revela que puedes haber caído presa del coronavirus, las mascarillas son las que alertan de una situación más o menos crítica. de que hay alerta o de que hay osicosis. En resumidas cuentas, de que algo hay. Pero aquí en la estación de autobuses de Granada nadie lleva ni guantes de latex puestos ni mascarillas que les cubran la cara.
Lo comprobamos. Nada más cruzar la entrada principal, en el centro del vestíbulo, una señorita atiende las preguntas de los viajeros en el puesto de información. No leva ninguna medida de protección. Más trabajadores de la estación de autobuses siguen la pauta.
Dos empleados de ALSA, con sus chalecos amarillos puestos para poder ser identificados correctamente, asesoran a los viajeros para sacar los billetes hacia su destino en las máquinas automáticas. nada que destacar en esta escena que se repite cada dos por tres. Aparece un forzudo vigilante de seguridad y tampoco. Ni mascarilla ni guantes ni nada que llame la atención.
Es la una de la tarde, una hora después de empezar este relato. Y en la estación de autobuses no hay más que tranquilidad. No hay mascarillas por ningún lado. Ni un solo viajero la lleva puesta y tampoco ni un solo trabajador de los servicios de la estación de autobuses. Tan solo luce una mascarilla en todo el recinto, la que lleva puesta la maniquí de la tienda de regalos de la estación de autobuses.
En los andenes 15 y 17 esperan los autobuses que van a Madrid. Están llenos. Los pasajeros depositan su equipaje en las tripas de los autocares y hacen cola hasta que el conductor les pica su billete. No hay ni un solo síntoma de nada que no sea un viaje que dura varias horas entre la capital nazarí y la capital del reino.
Cruzan a toda pastilla dos limpiadores de la estación que parece que terminan su turno de trabajo. Enfundados en sus monos de curro verdes y amarillos, recorren los andenes. Una de las limpiadoras lleva la mascarilla en la garganta. Ni se ha molestado en ponérsela. Mientras, pasa la mopa a todo meter.
-¡Jefa! ¿La mascarilla en la garganta o qué?
-Es para los autobuses
-¿Perdona? ¿Para qué?
-Para limpiar dentro de los autobuses. Solo la llevo yo. Los demás que hagan lo que quieran. Pero yo para limpiar dentro de los autobuses, me la pongo junto a los guantes.
Llegan los autobuses procedentes de Madrid. La tranquilidad baja de ellos como si tal cosa. Ni uno solo de los viajeros que han partido de Madrid para llegar a Granada llevan mascarilla. En la puerta, los que esperan a subir también van como si tal cosa. Solo destacan los abrazos y los besos del recibimiento.
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