TRIBUNA

El intrusismo en la función pública

Todas las administraciones públicas han abusado de la creación de administraciones paralelas, que han ido engordando su nómina de manera exorbitante e injustificada como mecanismo de los partidos en el poder para su clientelismo político

JOSÉ ANTONIO FLORES VERA

Jueves, 12 de julio 2012, 03:50

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La batalla informativa por conocer con rigor cómo y de qué está configurada la función pública en España está completamente perdida. Ha habido tanta contaminación informativa por parte de determinados sectores sociales y políticos influyentes de nuestra sociedad que, a estas alturas, el concepto genérico de funcionario -utilizado de manera indiscriminada- se ha convertido en abominable. Ese concepto ya desintegrado y casi peyorativo forma ya parte del imaginario colectivo y está provisto de una carga negativa que convierte el malentendido en conocimiento general, que es lo que ocurre cuando no hay interés o voluntad en abordar los asuntos con seriedad y rigor.

Desde la irrupción de la democracia en España, y a medida que tras la promulgación de la Constitución de 1978 se fueron constituyendo las diecisiete comunidades autónomas y las dos ciudades autónomas de Ceuta y Melilla años después, la función pública ha ido incrementando su número de efectivos como resultado lógico de la diversificación administrativa. En distinta medida, la Ley de Bases del Régimen Local, aprobada en 1985, permitió a las entidades locales asumir más competencias, lo que supuso un incremento de su propia función pública y, asimismo, la creación de nuevas universidades y el crecimiento de las ya existentes conllevó el reclutamiento de más empleados públicos. Ahora bien, por secuencia lógica, esa descentralización administrativa del Estado en favor de las comunidades autónomas conllevó un importante vaciamiento del sector público estatal, a pesar de que las comunidades autónomas no se conformaron con ese trasvase estatal y continuaron con una política de recursos humanos expansiva en los años siguientes, en parte, gracias a que la propia Lofage años más tarde introdujo la figura de las Entidades Públicas Empresariales como norma básica que podría trasladarse al resto de las administraciones públicas. Probablemente, es a partir de ese momento cuando se produce el punto de inflexión que posibilita la contratación de personal laboral al servicio de estas nuevas formas organizativas que se rigen en su gestión, generalmente, por el derecho privado. Este personal contratado, por su naturaleza jurídica no puede ser considerado empleado público ya que no pertenece en puridad a la Administración Pública sino a sus sociedades instrumentales circundantes.

El problema a día de hoy es que desde 1997 hasta nuestros días todas las Administraciones Públicas, en mayor o menor medida, han abusado, sin justificación la mayoría de las veces, de la creación de estas auténticas administraciones paralelas que han ido engordando su nómina de manera exorbitante e injustificada hasta el punto que ha sido el mecanismo más directo que han utilizado los partidos políticos en el poder para hacer uso de la figura del clientelismo político, que debió quedar desterrado tras la reforma de la función pública de 1984, a pesar de que ya contaban con la regulación de la figura del personal eventual, encuadrado dentro de la categoría de empleado público -incluso en el vigente EBEP-, y de la que han abusado hasta límites casi obscenos.

A día de hoy, a todo ese ingente colectivo que presta sus servicios en las administraciones paralelas, los distintos gobiernos les suelen poner el epíteto de funcionarios en igualdad jurídica a los que sí lo son en realidad, lo que supone una escandalosa tergiversación al tiempo que provoca un rechazo unánime de los tribunales. De hecho, es así como la propia Junta de Andalucía llama a ese personal externo que ocupa esa extensa administración paralela, tan costosa para los andaluces.

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Por tanto, la reforma del sector público que pretende llevar a cabo el Gobierno central no puede ser ajena a este fenómeno y tendrá que conllevar, necesariamente, medidas legislativas básicas que permitan la eliminación de gran parte esas administraciones paralelas en que se han convertido toda esa miríada de sociedades instrumentales ya innecesarias, y la consiguiente eliminación de los puestos de trabajos a cargo del capítulo I de los distintos presupuestos de las Administraciones Públicas que son, en realidad, ajenos a la función pública. De hecho, gran parte de esos puestos a cargo de las arcas públicas podrán ser absorbidos perfectamente por el sector privado, tan necesitado de estímulo profesional.

Nadie discute que la función pública en España necesita una enorme reestructuración, pero ésta no podrá llevarse a cabo sin que se produzca la necesaria eliminación de ese intrusismo citado y la restitución progresiva a esa verdadera función pública que jamás debió ser adulterada y que, con sus defectos y sus carencias, es un símbolo desde los albores de la Revolución Francesa de cualquier Estado de Derecho que pretenda serlo.

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