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Aunque la creencia popular es otra, sufrir un accidente de avión no es sinónimo de muerte. Las líneas aéreas, que por razones obvias son las más interesadas en defender la idea de que volar es muy seguro, han calculado que la probabilidad de perecer en un avión es de una entre 9.737 casos, mientras que fallecer electrocutado por un rayo solo ocurre una vez entre 174.426.
Lo que sí es extremadamente raro es que una aeronave se caiga y sobreviva todo el mundo. Pues eso fue lo que sucedió con los 94 pasajeros, cinco tripulantes y una persona «extra» que viajaba junto al comandante y el copiloto del DC9-32 Castillo de Butrón, que el día 30 de marzo de 1992 -en 2017 se han cumplido los 25 años del accidente- se estrelló en Granada sin que se produjera ninguna defunción -sí hubo cuatro heridos de gravedad-.
Fue a las seis y casi veinte minutos de la tarde, según desvela el informe final del siniestro, un exhaustivo estudio que recoge todos los detalles de un suceso que hasta los ateos no dudaron en calificar como «milagroso».
El documento en cuestión, además de su indudable valor técnico e histórico, permite reconstruir lo que ocurrió en el puesto de mando del avión, incluidas las conversaciones que mantuvieron el piloto, el copiloto y el misterioso pasajero «extra».
En este sentido, y empezando por los instantes previos al brutal trompazo, el Castillo de Butrón comunicó a la torre de control que estaba aproximándose a la pista 27. Esa información la facilitó el tripulante 'agregado', «siguiendo instrucciones del piloto al mando», dice el estudio. En otras palabras, que el «extra» también intervino en la maniobra
Desde el aeródromo pidieron entonces a los pilotos que comprobasen si tenía «viento» en la parte izquierda de la cola.
Después, el avión se dispuso a tomar tierra con un modesto vendaval de «ocho a quince nudos» (entre quince y 27 kilómetros por hora), según les informaron desde la torre.
«Recibido, en final», respondieron desde la cabina del aparato. «Fue su última comunicación», señala la comisión de investigación en su dossier. Luego, el ruido, el espanto y el prodigio. El Castillo de Butrón se partió en dos y los pasajeros, conmocionados e incrédulos, pudieron ver las luces de Granada gracias al tremendo roto que se había abierto ante sus ojos. «Recibido, en final» fue el último diálogo entre los de abajo y los de arriba, pero las tres personas que iban en la cabina del aparato siguieron hablando entre ellas. «Vamos muy deprisa», dijo el copiloto, que era quien llevaba los mandos, justo antes de que el avión se estampase contra el asfalto del aeropuerto de Chauchina.
-«Bueno, pues haces el ajuste y hacemos el motor y al aire», ordenó el piloto.
El tripulante «extra», que se encargaba de las comunicaciones, intervino para pedir aclaraciones. La pista ya estaba ahí, casi rozando la panza del Castillo de Butrón. Y, a las 18.20 horas y 19 segundos, «se oyó un rasponazo muy fuerte, correspondiente a un primer impacto de la aeronave con la superficie».
El avión se elevó de nuevo, pero 360 metros «más adelante» del choque inicial con el suelo, volvió a caer y se produjo la rotura «definitiva del fuselaje». Sin embargo, el aparato siguió rodando «con las dos partes aún unidas por algunos trozos de chapa, conductos y cables de mando y eléctricos, que fueron rompiéndose de forma paulatina, hasta la completa separación», relata el informe el brusco desguace.
Lo que sigue es la descripción de cómo vivieron el choque los pasajeros. «Los ocupantes de la aeronave se vieron sometidos a dos violentos impactos verticales contra la pista y durante su recorrido, de 1.700 metros, se produjeron fuertes bandazos y un giro muy violento al final. Uno de los pasajeros cayó al suelo al final del recorrido. Fue el que sufrió heridas de mayor gravedad». Pero nadie murió.
Así se escribe un milagro.
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