La corrala de vecinos de Puntal de Vacares pierde sus vistas al cielo. Durante 100 años las casas han resistido el paso del tiempo y al crecimiento de la ciudad en un enclave privilegiado frente a la ribera del Genil. Esta zona de Bola de ... Oro se construyó en los márgenes de una Granada muy distinta a la de hoy. Los residentes de siempre aprendieron a convivir con los frutos que dejaba la expansión. A la zona, que llamó la atención del granadino medio y de las élites, llegaron nuevas casas, urbanizaciones y bloques de ensueño que en muchos casos no estaban al alcance de cualquiera.
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El barrio es una estampa arquitectónica irregular pero preciosa. Casas majestuosas, pisos faraónicos y modernos con balcones de cristal, grandes ventanales y líneas rectas se intercalan con viviendas típicas -que podrían ser de nuestras abuelas- o edificaciones de pocas plantas en vecindarios que comparten una pequeña plazoleta. En esa simbiosis entre lo nuevo y lo viejo había paz hasta hace dos años y medio. Junto al Puntal de Vacares históricamente había cuatro casas bajas que no interferían ni por altura ni por distancia con su vida ni sus vistas al Realejo y Barranco del Abogado. Abandonadas, se demolieron y así estuvo el solar sin tocar hasta 2022, que comenzaron las obras de varios bloques de pisos.
Estas 20 familias se quejan de que al proyecto le dieron salida durante el estado de alarma de 2020 y sin notificarlo, cuando eran parte implicada. A partir de ahí solo han podido verlas venir. La construcción ya les ciega el sol. En dos años y medio el ladrillo les ha engullido. La obra acaba pronto y los vecinos, con pleitos de por medio, han perdido espacio en uno de los pasillos de la corrala. Con resignación, siguen con sus vidas.
«He llorado mucho. Nunca he padecido problemas de salud y ya me han puesto dos stent por una angina de pecho», cuenta Ana, una de las vecinas afectadas. «Acabo de cumplir 70 años. Yo me asomaba aquí y veía la ribera del Genil. Ahora veo ese feo gris del que han pintado parte de la fachada del mamotreto. Por lo menos me quedan mis plantas», dice desde su ventana
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«Veíamos ardillas en los árboles. Le echábamos nueces y bellotas. Me encantaba. Ahora tenemos oscuridad, corcho y suciedad a todas horas. Estamos pasando mucho», lamenta. Las casas presentan grietas por el ajetreo de la obra. Heridas que tendrán que ser reparadas cuando se marche la grua que invade el cielo y las máquinas.
«Aquí vive mi madrina, mi tía Ana, con 92 años. Aquí otra señora de toda la vida. Nos hemos criado, hemos sido niños y hemos jugado en esta plazoleta. Nos han quitado el cielo», sentencia con tristeza. Sus padres compraron las casas para vivir y repartirlas a los hermanos. Para acabar con esa amenaza del ladrillo solo les queda rezar. En la corrala hay una pequeña ermita construida entre el tío de Ana y su marido. También bancos pintados de verde por los propios vecinos, que en su inmensa bondad muchos de ellos ya han hecho migas con los inquilinos que ocuparán los áticos y pisos que les emparedan. «Me han invitado ya a la fiesta de inauguración. Son buena gente, no tienen culpa. Y así por lo menos podré ver de vez en cuando las vistas que tenía antes», sentencia.
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