Boris Yeltsin en su famoso discurso del tanque, a las puertas del Parlamento. DIANE LU HOVASSE
Lo que llevo en mi maleta, 1991

Verano caliente con Radio Moscú en el transistor

El 21 de agosto de aquel año,los militares golpistas estuvieron a punto de segar la naciente libertad rusa. A pocos kilómetros de la frontera, las noticias no ofrecían precisamente tranqulidad al viajero

Jueves, 20 de agosto 2020, 23:57

Aquel agosto pudo cambiar la historia del mundo. Pero yo no lo sabía, claro, cuando me atreví a traspasar la frontera –muy visible– de lo que hasta hacía un año había sido el telón de acero. Fue a finales de julio. La situación se estaba ... tensando por momentos, y yo sin enterarme. Desde Austria, entré por Bratislava en la entonces Checoslovaquia, observando la gran antena que presidía el cielo. Los guardias de la frontera vieron la palabra Abanderado al inspeccionar a conciencia mi bolso de viaje. Menos mal que no entendían, porque quizá me pudieran haber confundido con la avanzadilla de una invasión de la OTAN. En aquel momento, los países 'satélites' –aún lo eran, en cierta medida– del antiguo imperio de la URSS estaban divididos entre quienes pensaban que con la hoz y el martillo vivíamos mejor y quienes creían que ya era hora de usar la cosechadora y la prensa hidráulica.

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Tras comprar en el puesto fronterizo unos bombones rellenos de un licor con el que se podría haber quemado el Kremlin sin necesidad de cerillas, se inició mi periplo por un país en el que la mayor señal de lujo eran las antenas parabólicas, que proliferaban tras un año en el que ver emisoras 'del otro lado' ya no era delito. El paso por Praga, entonces la capital de aquel país que hoy no existe, fue de 24 horas, ya que no tenía hotel. Empleé la noche dando vueltas en el tranvía –que era gratis, o eso me pareció, porque en seis horas nadie me pidió el billete–, y me planté en la plaza de Wenceslao, escenario de las manifestaciones que dieron origen a la primera convocatoria de elecciones libres el año anterior, tras décadas de dictadura prosoviética con la Primavera de Praga en medio, apagada a cañonazos. Me senté en un salón del Gran Hotel Europa –con esa moqueta marrón que pedía a gritos una aspiradora– y pedí 'one Coke'. Me sentí como McNamara, el ejecutivo de Coca Cola interpretado por James Cagney en 'Uno, dos, tres' 30 años antes, cuando el camarero vino con... una Pepsi, sin hielo ni limón, y ni siquiera moderadamente fría. Me costó el equivalente a 25 pesetas, qué demonios. Y las vistas eran pistonudas.

El polo rojo

Alrededor del día 10 de agosto crucé la frontera polaca. En Cracovia acababan de abrir una tienda de Benetton –entonces era lo más–, y me compré un polo rojo que aún me dura. Ni obsolescencia ni leches. Y muchos discos, que estaban a 20 duros. Entre Czestochowa –donde vi al Papa Juan Pablo II–, y Cracovia, me pasé seis días almorzando gulash, un plato de carne picante –no confundir con gulag, que es una especialidad siberiana– y durmiendo en un gimnasio, en el suelo, sin agua corriente para ducharse –lo de caliente, ni se contemplaba–. Tuvimos que hacer uso de una palangana y sacar el agua de la cisterna del retrete 'a lo granjero'. Por eso, cuando entré en Alemania por Nuremberg, aquel 20 de agosto, lo primero que hice fue darme una larguísima ducha con agua lista para pelar pollos.

Entonces, puse la onda corta y encontré la emisión en español de Radio Moscú Internacional. A un centenar de kilómetros del telón de acero, digamos que me acogoté un poco. ¿Tanques? ¿Yeltsin haciendo de paraguas humano? Todo me sonó inquietante. 100.000 moscovitas manifestándose en la plaza Roja, y un tal Nikolai Kalinin proclamando el toque de queda. Luego, afortunadamente, todo se fue calmando, pero no respiré con tranquilidad hasta que puse tierra por medio. Casi 30 años después, el mundo está mucho más loco que entonces. Pero eso lo sé ahora.

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