Estamos a finales de los años 90. Uno de los protagonistas de esta historia es Rai, que vive en un barrio de la periferia de Madrid. Es agosto. El mes de las vacaciones, para quienes puedan pagarlas, claro. El calor aprieta y Rai da vueltas ... por el barrio con sus dos colegas, inventando algún entretenimiento.
Los tres se quedan embobados mirando las palmeras y la foto a tamaño real de una chica en biquini, que adornan el escaparate de una agencia de viajes del barrio. Sueñan con poder salir de allí, con irse a la playa...
A Rai se le ocurre una posibilidad, un sorteo de una marca de yogures. Si envía tropecientas tapas de yogur puede ganar un premio, y una de las posibilidades es conseguir un viaje. Contra todo pronóstico, gana y consigue el premio, pero no es lo que él esperaba. Es una moto acuática. Y aquí llega el dilema, qué hace un adolescente que vive en un piso de 90 metros en Madrid con una moto acuática. No tiene ni donde guardarla. Así que al muchacho no se le ocurre otra cosa que atarla con una cadena a la farola que queda debajo de su bloque de pisos hasta ver qué puede hacer con ella. Como era de esperar, la moto no sobrevive enganchada a la farola ni una sola noche. Se la roban.
Esa imagen, la de la moto acuática atada a la farola delante de los pisos es icónica. Fue la que ilustró los carteles que anunciaban la película 'Barrio', de Fernando León de Aranoa, que se estrenó hace ya 22 años, y que está considerada una de las mejores películas de la historia del cine español.
En el 98 yo también era adolescente, pero vivía en la costa. Mi madre había nacido y crecido en un pequeño pueblo de La Mancha donde emigrar, en aquellos años, era la mejor opción. Ella se fue en busca de trabajo a la costa, pero los primos, tíos, amigos, sobrinos... prácticamente todos, se fueron en busca de trabajo a Madrid.
Recuerdo muy bien cuando llegaba el mes de agosto y se producían los 'desembarcos' familiares en nuestro piso. «¡Que vienen los primos de Madrid!», anunciaba mi madre y allí que nos liábamos a preparar camas. Entonces todo era mucho más simple que ahora, no había tantos remilgos. Si no había camas suficientes, se ponían mantas en el suelo y allí dormían los niños. A mí me encantaba, desde luego.
Pasar el verano en el interior hoy en día es una opción (este año es la gran opción), pero en aquella época, no. Todo el que tenía algo ahorrado se buscaba una semana o quince días en la playa, según las posibilidades. Y los que no podían, soñaban con poder hacerlo.
La otra opción era irse al pueblo, porque todo el mundo tiene un pueblo. Durante toda mi niñez, en algún momento del verano, mi abuelo aparecía en la puerta de nuestra casa con su Jetta, mi madre cargaba mi maleta, y carretera y manta hasta el pequeño pueblo de La Mancha, a casa de los abuelos.
Allí no había costa, pero había libertad, y eso compensaba todo lo demás. Tardes interminables en la calle, primos, amigos, juegos y muchos descubrimientos.
No había toallas en la arena, pero había sillas en la puerta de cada casa y niños corriendo alrededor hasta bien entrada la madrugada.
No había pescaíto viendo el mar, pero sí magdalenas recién compradas en el horno y vasos de leche de campeonato.
En fin, que todo tenía (y tiene) su encanto.