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Versos lisboetas

Versos lisboetas

«Si después de yo morir, quisieren escribir mi biografía, no hay nada más simple. Tiene sólo dos fechas –la de mi nacimiento y la de mi muerte–. Entre una y otra todos los días son míos.» Fernando Pessoa (1888-1935)

maría elvira martínez de tejada cañizares

Martes, 14 de julio 2020, 11:20

Los rayos de sol impactaban contra las fachadas de azulejos y piedra caliza de los edificios de la Plaza del Comercio, emitiendo un poderoso resplandor que pintaba los abovedados arcos de piedra con el color blanco de la gloria. Desvié la mirada hacia la desembocadura del Tajo, pero la excesiva claridad tan solo me permitió disfrutar durante unos segundos del límpido color azul de sus aguas.

Me resultó insólito percibir una intensa vibración bajo mis pies, como si los fantasmas de la Historia de aquel pueblo anduvieran inmersos en un invisible y eterno trasiego. El olor del puerto; la variedad de tonalidades rojizas, ocres, amarillas y celestes de los frontones y tejados de las casas; el bullicio de los transeúntes en su ir y venir; la amalgama de azules del agua y del cielo estrechándose en un definido horizonte; y el vigor que emanaba por cada resquicio de aquella ciudad portuaria, me sedujeron desde el primer momento.

Respiré hondo para impregnarme de la vivacidad de aquel enigmático lugar y me dirigí hacia el Arco de la Rua Augusta, dispuesta a recorrer los barrios que se abrían tras su paso. Con la indescriptible explosión de sensaciones que provoca el primer contacto con un lugar misterioso y desconocido, transité parsimoniosa por las estrechas calles empedradas del Chiado, con el temor de perderme alguno de los incontables y delicados detalles con los que se engalanaban las cafeterías y locales de tan bohemio enclave.

Sus nobles edificios despertaban un nostálgico deseo de querer ser protagonista de una época en la que ilustres escritores y poetas se encontraban en terrazas y cafés para celebrar su amena tertulia. Me senté en una mesa del emblemático café A Brasileira, junto a la estatua de Fernando Pessoa, y pensé en las miles de palabras que, encadenadas unas a otras, habían nacido de aquella pluma portuguesa para quedar plasmadas con tinta en hermosos versos, en los que el poeta se vanagloriaba de ser dueño y señor de los días ya vividos.

Di un sorbo a la limonada y decidí saborear aquel momento junto a tan grata y estática compañía. Saqué mi ajada libreta de la bolsa, la abrí, busqué la hoja apropiada para aquella ocasión y anoté la fecha en un extremo. Acto seguido, tracé un pequeño boceto en el que dibujé la pequeña plazoleta y las siluetas de algunos de aquellos desconocidos que en aquel momento confluían conmigo en ese mismo lugar, atraídos, sin saberlo, por el caprichoso destino que quiso reunirnos allí para que también nosotros formáramos parte de los anales históricos de aquel barrio.

Pensé en cuál sería la mejor frase para comenzar mi relato: «El día se presumía mío…», escribí. Entonces miré a Pessoa y por un momento me jacté de ser la única dueña de aquel instante, ya transcurrido.

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