La Catedral del Granada es su gente
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La afición rojiblanca completó una travesía de más de 800 kilómetros para estar cerca de su equipo en las semifinales de la Copa del Rey, viaje con el final abiertoAthletic-Granada ·
La afición rojiblanca completó una travesía de más de 800 kilómetros para estar cerca de su equipo en las semifinales de la Copa del Rey, viaje con el final abiertoJueves, 13 de febrero 2020, 00:57
Bastaba con echar la vista atrás desde el primer asiento de uno de los autobuses para comprender qué significa el Granada para su gente. Pero no sólo el de ahora, al que se reconoce por plantar su bandera en semifinales de Copa. No el que ... mantiene una relativa calma en Liga que hace no mucho habría sido suficiente para montar una rúa que empiece en los jardines del Triunfo y acabe en Pontevedra. El de siempre, incluso aquel del infierno en Tercera, el que descendía hace tres veranos. El de todos.
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La gente del Granada necesitaba un día así. Un miércoles, común para el resto de los mortales, convertido en el día más grande de su particular fe. En juego unas semifinales de la Copa del Rey y el destino a 1.600 kilómetros ida y vuelta. La situación no invitaba al desplazamiento, pero su gente, la que le sostuvo en sus peores momentos, debía disfrutar ahora. Por eso, el partido arrancó el viernes. Se pedían días libres, se comprometían veranos, cumpleaños y aniversarios. No había sacrificio demasiado grande para no estar en Bilbao.
Ayer, el reloj sonaba a las cinco de la mañana para los más valientes. Café, si daba tiempo, mochila hasta arriba de ilusión, bufanda anudada a la muñeca y un solitario camino hacia Los Cármenes, donde esperaban dos autobuses donde viajar hacia el sueño. Metafórica y literalmente. De los 120 valientes que salieron en autobús, muy poquitos son los que vivieron la primera hora de recorrido.
Ya en Jaén, muchos abrieron los ojos para ver bien poco. Yes que la niebla era todo cuanto podía percibirse a dos palmos del cristal. Muchos creerían seguir soñando. Y es que no es habitual ver a Carlo Ancelotti, técnico de reputado prestigio, al volante de tu autocar. El parecido del chófer con el preparador italiano era asombroso y levantó las primeras risas de los peregrinos. Los nervios quedaban muy lejos, tanto como San Mamés y las nueve horas de camino que aún les separaban.
Hubo tiempo para todo, incluso para hacer los deberes. En el segundo de los buses, algo más animado durante toda la travesía, un padre mantenía la promesa de llevar a su hijo a ver el partido a Bilbao. Pero, para ello, había que cumplir con la obligación de formarse, de ser mejor cada día. Lo hizo con creces y disfrutó de un viaje que durante medio siglo habían soñado hacer tantos y tantos niños.
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Seguramente Mario, un joven granadinista, lo ha hecho cada año. Nada iba a torcer su posibilidad de llevar esa fantasía a la realidad. Y eso que sufrió un percance el mismo martes en su puesto de trabajo, dañándose el hombro izquierdo. En cabestrillo y con la incomodidad que ello pudiera comportarle, Mario estaba a las ocho de la mañana desayunando en Almuradiel, primer lugar de parada para ese loco convoy. Con la tripa llena emergieron los primeros cánticos, aún algo mascados por seguir a duermevela. La siguiente parada era Ocaña, donde se recogería a Emilio, el último en apuntarse a la aventura de cruzar la península, si bien él lo haría a medio camino. Al principio no planteaba hacer la locura, pero tenía el día libre. Era una señal.
No sería la última parada en el camino para reunir a más peñistas, pues todavía faltaban varios aficionados residentes en Madrid, sobre todo pertenecientes a la 'Peña del GCF en Madrid'. El punto de quedada era extraño hace pocos días para la hinchada nazarí, que volvió a avistar el platillo volante que parece el Wanda Metropolitano. En sus aledaños esperaba la familia capitalina y, al recogerlos, se regaló de nuevo un tiempo para estirar las piernas, envolver los nervios escondidos en el humo de un cigarro o, simplemente, conocerse.
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Esto último fue lo que ocurrió con la familia Rodríguez Maldonado. Hace más de medio siglo que emigraron desde Granada a Palma de Mallorca. «Estábamos hace mucho viendo a los rojiblancos ante el Poblense, en un partido que acabó con follón arbitral», recuerdan los hermanos Juan y José, que llevaron a cabo la locura de coger un vuelo desde las Islas Baleares, pero no hacia la capital vizcaína. «Mi mujer me reñía, quería que me fuera unos días a Bilbao, directamente desde Mallorca, pero yo quería que mi hermano viviera un desplazamiento con la afición por primera vez», explica José. Su hermano, emocionado, da el trasfondo de esta historia.
Esta familia, aunque mallorquina por el golpe siempre puntual del tiempo, hace mucho que echa en falta a Enrique Rodríguez. «En su lápida pone:'Soy y siempre seré del Granada y de Granada», confiesan con los ojos llorosos. Fue él quien les inculcó el granadinismo a Juan, José y un tercer hermano que no puede viajar por enfermedad. «Nuestro hermano, Enrique como nuestro padre, no puede viajar por un problema de salud, pero es uno de esos aficionados que puso dinero y compró acciones del club cuando más falta le hacía», comentan. Su padre les enseñó a amar a un club que, sin su hermano, quizá hoy no conservaría su nombre, sus siglas, su escudo o sus colores. Por ellos dos, en memoria de uno y gracias a otro, ellos estaban camino de Bilbao. «Estaremos en la vuelta, en Los Cármenes, y también iríamos a la, ojalá, final en La Cartuja», aventuran.
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Con un final abierto en su historia, los hermanos Rodríguez subieron de nuevo al bus para dejar atrás el Wanda y mirar hacia Burgos, donde tocaba sustituir al chófer, o lo que es lo mismo, decir 'Ciao' a Ancelotti. Se aprovechó antes para poder comer, llegadas ya las dos de la tarde. Los dos autobuses eran cada uno una cara distinta de la misma moneda. En uno reinaba el silencio, los nervios calmados, el sueño, las anécdotas cómplices, el regusto de que todo lo que estaba por vivirse no era más que un premio a una historia llena de quebranto.
El otro, comandado por algún miembro de 'Los Malafoyás' y la animosa peña 'You'll Never Drink Alone', encarnaba la batalla, el ruido del corazón latiendo contra un armazón de ilusiones que no veía la hora de llegar a San Mamés. Llegaron roncos y no es de extrañar, pues el camino sirvió para repasar el cantoral rojiblanco, repasando los mejores éxitos para adornar con sus gargantas una ocasión especial más. Desde el himno del Granada hasta el 'qué bonito es', pasando por 'Vadillo la prepara y Soldado mete el gol'.
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Los minutos avanzaban rápidos, pero la distancia moría lentamente. La ingesta de kilómetros empezó a resultar empalagosa pasados los 550 primeros. Los nervios, cuyos tallos eran hondos, afloraban en un tic nervioso, en conversaciones que empezaban banales y tornaban en auténticos análisis tácticos de ambos equipos. Y los más curiosos, verdaderas enciclopedias andantes, jugaron una especie de trivial en el que no bastaba con saber el resultado de un encuentro, sino que abrían de par en par el baúl de sus recuerdos para describir los goles, anotar quién los hizo o incluso, algún compañero de prensa, atinar con la fecha exacta del compromiso liguero.
Cambió la iluminación, la vestimenta de algunos que no habían vestido desde primera hora la camiseta rojiblanca horizontal por miedo a mancharla, sudarla, que no llegara impoluta a la 'Catedral' del fútbol español. Por cambiar, hasta mutaron las palabras en los carteles, dando paso a un euskera que a pocos se le dio bien a la primera. «Parece un ensayo para jugar en Europa», se llegó a comentar.
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Y, al fin, Bilbao. 800 kilómetros más tarde, toda una mitad de siglo después. Los rojiblancos habían visitado varias veces el feudo de los leones, pero nunca para una cita tan especial. El tráfico, la ciudad ordenada en torno a un corazón que ya rugía, las ventanas y terrazas engalonadas con un rojiblanco que les era ajeno. Todo estaba listo, las gargantas más maltratadas se rajaron y las que apenas se habían estrenado ayer, lo hacían frente a San Mamés. El camino desde el punto de llegada hasta el estadio apenas duró dos minutos, pero se cantó el himno, se profesó el orgullo de ser de un equipo que es familia.
Para el recuerdo queda un recibimiento apoteósico de los locales. Embriagados de ese fútbol pasional que tiene su hogar en el País Vasco, los granadinistas participaron con respeto en la llegada del Athletic Club a su estadio, con sus parroquianos cantando lemas tan bellos como indescifrables, con bengalas pintando de rojo y los cuerpos de seguridad contemplando la escena con imponente estampa segura.
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La esencia del fútbol nacional estaba en esa plaza, orbitando alrededor de un estadio que parece un joyero moderno, un Swarovski inabordable que embobaba a los granadinos que no lo habían visitado. Fantaseaban, quizá, con una taracea moderna que arrope en un futuro su casa de cada dos domingos.
El silencio se fue adueñando de toda la zona cuando se metió el león en su guarida. Faltaban todavía los de Diego Martínez, a los que empezó a anunciar una sonora pitada. Pero no había lugar para la intimidación. Su afición estaba allí y gritó «¡Vamos mi Granada, vamos campeón!» y la Catedral ya no parecía tan inabordable, y su tamaño, similar al de los 200 corazones que 800 kilómetros después estaban con su equipo. No volvían derrotados, sí con un 1-0 y la fe intacta.
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