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Rafael Lamelas
GRANADA
Miércoles, 12 de junio 2019, 01:45
Hay que luchar para ganar, dice un verso del aflamencado himno actual del Granada CF. Pero para ganar, hay que saber perder. Diego Martínez lo aprendió en Pamplona, donde saboreó la decepción de un proyecto fallido. Osasuna se quedó a las puertas de la fase ... de ascenso la temporada pasada, pero hubo algo más que no funcionó. Al gallego se le reprochó desde el club rojillo que no había conectado con la grada. Tenía mejores números como visitante y eso alteró a El Sadar. Fue un trago duro para él, cuya carrera siempre había ido hacia arriba hasta ese momento. Los planetas se alinearon para que, de repente, apareciera una oferta tentadora sobre la mesa. La de otro equipo que, como el que estaba a punto de abandonar, había bajado la temporada anterior de Primera división y ni siquiera se había metido en la fase de ascenso, peor clasificado, incluso, que los navarros. Era el Granada, el conjunto de la provincia en la que estudió la carrera de Educación Física y donde empezó como entrenador en el fútbol modesto.
Ni siquiera había sido la primera opción en salir a la luz para los rojiblancos. La dirección nazarí tentó de inicio a Francisco Rodríguez. Una oferta a la baja rompió las negociaciones. El preparador almeriense recaló en el Córdoba, el cual abandonó antes de empezar el ejercicio cuando vio la precariedad del proyecto. Al final acudió en mitad del curso al rescate del Huesca, en Primera, con el que ha descendido.
Diego Martínez apareció como alternativa. Con él, el asunto sí fructificó, aunque hubo alguna controversia con sus ayudantes. De su ciclo en Osasuna sólo le siguió Álvaro García, el analista de vídeos, con pasado rojiblanco en idénticas funciones en los tiempos de Primera. Diego decidió formar un nuevo cuerpo técnico. Pensó en dos exfutbolistas que dirigió en su época del Arenas de Armilla. Uno, Raúl Espínola, acababa de colgar las botas, y se convirtió en su mano derecha. El otro, Juan Carlos Fernández, alias 'El Pescao', había sido su portero y andaba preparando a las arqueras del Granada Femenino. A ese elenco se unieron Víctor Lafuente, que era el preparador físico del Sevilla Atlético –que el míster vigués dirigió durante tres campañas–, y David Tenorio, auxiliar de la casa y que estableció una gran complicidad con el resto.
Los inicios del nuevo proyecto nazarí fueron duros. Ya en su presentación, Diego advirtió de que saldrían futbolistas, algunos en contra de su voluntad, pero se trataría de hacer la mejor plantilla posible. Por motivos económicos rescindió su contrato el portero titular, Javi Varas, y apostó por Rui Silva, el casi desconocido joven portugués que había chupado banquillo desde que llegó al equipo. Se marchó el mejor central, Saunier, y su pareja habitual, Chico Flores, y le dio galones a Germán, que había contado poco para el anterior preparador, José Luis Oltra. Del centro del campo se fueron talentos como Kunde y Sergio Peña o veteranos como Pedro.
La cúpula agitó el mercado y consiguió pescar a Álvaro Vadillo –suplente en el Huesca que acababa de subir– y tres cedidos: uno, Fede Vico, del Lugo, prestado por un equipo 'puente', el Leganés; los otros dos, Fede San Emeterio y Pozo, de la confianza de Diego, que los comandó en el filial hispalense. De la delantera, se esfumó Machís, el extremo más punzante, y salió traspasado Joselu –antes de fichar por el Granada, pichichi de la categoría–, rumbo al Oviedo. La entidad sí retuvo a integrantes con papel dispar, como Víctor Díaz, Montoro o Puertas. Atrajo al experimentado Rodri y al algo más nobel José Antonio Martínez. El elenco se remachó con chavales del filial.
Un grupo variopinto que, a simple vista para el aficionado, estaba para dar guerra por la medianía de Segunda y, en el supuesto más optimista, pelear por alguna plaza de 'play off'. Dos empates iniciales parecían corroborar esa tendencia, el ambiente depresivo. Pero Diego Martínez siempre recuerda algo. En el segundo partido, un 1-1 del Lugo en Los Cármenes, el público aplaudió a los suyos, que habían jugado razonablemente bien hasta el tanto de los gallegos. Algo se desencadenó desde entonces. Llegaron las victorias, muchas, y mejoró el equipo una barbaridad. Se convirtió en un conjunto fiable y competitivo. Seguro atrás, contundente arriba, instalado pronto en la parte alta. Sobreponiéndose a los accidentes y aprovechando, hasta la última gota, su fondo de armario. El equipo obró el sueño y Diego se sacó la espina. No la de quedarse sin ascender el año anterior, sino la de aquella queja por supuesta falta de sintonía con su afición anterior. En Granada, su segunda tierra, sí logró el idilio perfecto. Conquistó sus corazones y alcanzó la dignidad, con honores y junto a los suyos, de rey nazarí.
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