Podría parecer que marcar goles en Primera división es sencillo, algo al alcance de cualquiera. Es cierto que el otro día debutó en la categoría ... un niño de quince años llamado Luka Romero, talento del Mallorca que salió contra el Real Madrid sobrado de confianza y determinación, pero lo más normal en el fútbol y en la vida es sentirse como Antoñín en Mendizorroza. Cargadas de sangre sus venas, al malagueño se le ve venir, dudar y hasta asustarse, por no decir otra cosa. Le flaquearon las piernas como nos flaquearon a todos ante cualquiera de nuestras primeras veces. Un primer gol en Primera división siempre se queda grabado, 1 de julio de 2020, y Antoñín estuvo a punto de fallarlo sin portero.
Que era sólo empujarla, razonarán quienes crean que el fútbol profesional tiene algo que ver con el de la plazoleta o la videoconsola. Era algo más que apretar un botón, activar un aparato motor atenazado, y a Antoñín le cayeron de repente encima todo el peso del globo, el futuro de la democracia y la paz mundial. Si hace unos años pidió a su padre que no fuese a verle hasta llegar a profesional, poco faltó para que no volviera a asomarse hasta su retirada. A Antoñín se le aparecieron Cardeñosa, el 'Loco' Abreu y hasta El Arabi. Controló con el portero Roberto en el suelo, se la acomodó con este levantándose y, con una intriga propia de Hitchcock, no introdujo la puntera temblorosa hasta acercarse a un metro de la línea y batir al guardameta bajo el sobaco.
Pero entró y lo celebró llevándose la mano a la frente, aliviado, a sabiendas de que había estado a punto de reventar Twitter con menos excusa que Wu Lei o Nolito días atrás. El tanto del de La Palmilla acercó una histórica permanencia que terminó de certificar Roberto Soldado, recuperado el olfato, junto a su renovación por una temporada más. Entre la definición de Antoñín y la de Soldado, magistral, hay quince años de carrera profesional en el fútbol, por si no había quedado lo suficientemente claro. Para que a uno le digan que mete los goles como churros hay que desayunar muchos días en la élite. El valenciano, ya un goleador histórico en el campeonato y ahora orgulloso cuarto capitán granadinista, podrá seguir enseñando muchas cosas a un proyecto de gran futbolista que aún se presenta como un potro salvaje, al menos sobre los grandes escenarios.
Aún siguió tras su gol el espectáculo del sanguíneo Antoñín, que dejó traslúcido por contraste a un Gil Dias a quien le falta un hervor. Bravo, intentó alguna diablura con bicicletas aparatosas, rozó el penalti al estorbar con desesperación a Lucas Pérez en su tiro al palo y se jugó la expulsión, que quizás frenasen sus compañeros al defenderle como una legión romana, al lanzarse sin posibilidades, desparramado con tacos y a lo loco, a por un balón imposible que atrapaba Roberto. Diego Martínez lo cambió al descanso temiendo lo peor. No se le adivina la mala uva de Soldado en su juventud, que aún le asoma como si fuese Bruce Banner, pero también tiene Antoñín un genio por domar dentro.
Su historia promete por genuina, porque parece escrita por un guionista del esperpento. Antoñín será grande, y si no, al tiempo. Sólo quienes son capaces de todo pueden aspirar a lo improbable.
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