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El Sadar no parecía un campo de fútbol. No lo parecía porque no lo es. El Sadar, estampa de estadio antiguo, techumbres sostenidas con postes, aroma de Atocha o de Goodison Park si no fuese porque el Everton no viste rojo sino de azul, no es un campo de fútbol. El Sadar es una fábrica, unos altos hornos del fútbol, un lugar donde se trabaja el cilindro, el pistón y el hierro candente. Una fundición que precisa de brazos enérgicos e incansables y donde no hay lugar para los martillazos en falso. Y en esa fundición, el Granada terminó fundido por un martillazo blando, sin alma, de uno de los suyos, que dejó el balón en los peores pies posibles, los de Rubén García, el máximo asistente de la liga, el encargado de botar las faltas de su equipo, el maestro fundidor del Atlético Osasuna, que fusiló sin piedad a un estático Rui Silva.
Hasta ese momento, el guion diseñado por Diego Martínez se había respetado con escrúpulo. Partido de cero a cero, prietas las filas y balones en largo para que Adrián Ramos obrase un milagro. Pero el cafetero no es Dios y el milagro no llegaba. Tampoco Osasuna, el mejor local de la categoría, se comía a nadie. Las tarjetas (no las del árbitro) le daban una ligera ventaja a los puntos pero el partido iba camino del combate nulo, con los dos púgiles cansados y magullados pero en pie. Hasta que, ay, llegó el despeje blandito, al borde del área, de José Antonio González, y el knock out subsiguiente.
La nieve apilada en el perímetro exterior del césped era la prueba palpable del frío con el que se jugó el encuentro, poco apto para espíritus impresionables. Algunos futbolistas llevaban guantes, pero no para guarecerse del frío sino para empuñar las imaginarias herramientas que precisaba un partido así, disputado en un horno a dos grados sobre cero.
Diego Martínez le tenía ganas a ese campo. Allí trabajó la pasada temporada en la que fue su primera aventura como entrenador en el fútbol profesional tras un largo máster en la cantera sevillista. Martínez no enamoró a la grada pamplonica. Tampoco la fastidió. Su libreto de orden y poco jolgorio la dejó fría. Y en Pamplona les va la marcha, el juego vertical, ese manoseado tópico del fútbol inglés de choque y oleada.
El Atlético Osasuna prescindió de Diego Martínez al finalizar la campaña pese a que tenía otra más firmada. Y nadie se rasgó las vestiduras. Como cualquier ex, el entrenador del Granada quería lucirse ante la que fue su hinchada hasta hace unos meses, pero su apuesta terminó en fracaso. El desafío era de nota mayor. Fue a la guerra sin pulmones ni cerebro, valga la exagerada metáfora para definir a San Emeterio y Montoro. En su lugar, el previsible Alberto Martín y el imprevisto José Antonio González.
Azeez, flamante fichaje de última hora, vio todo el partido desde el banquillo. El entrenador le dio los galones a González, un futbolista que llevaba apenas 45 minutos jugados en lo que va de liga, repartidos en tres encuentros, además de los 90 minutos del partido copero frente al Elche.
Diego Martínez se la jugó. El día de los Miuras puso a un futbolista casi inédito... y a punto estuvo de salirle bien el órdago. El hecho de que fuese el propio González el autor del mal despeje es mero azar. Pudo pasarle a cualquiera y, además, luego había que meterla en la portería.
Hasta entonces, el partido fue cuando menos rugoso, sino áspero en algunas acciones de los rojillos, que se llevaron varias tarjetas en la primera parte. Con el habitual -y formidable- orden defensivo que despliega este Granada desde la llegada del técnico gallego, Osasuna dominaba pero no arañaba. Si acaso, algún despiste, alguna falta de coordinación entre los centrales o algún mal despeje -anticipo del desastre final- concedieron alguna llegada a los locales, que se fueron al descanso conscientes de que enfrente tenían al líder.
Con el equipo más preocupado de apagar fuegos enemigos que de encender sus cohetes, los hombres de ataque apenas lucieron. Sólo Vadillo sacó el cuchillo pero para navajear en el aire. Tampoco Puertas, sumido en su acostumbrada intrascendencia, asomó por su costado, mientras que los dos pivotes devoraron kilómetros sin balón y nunca supieron qué hacer con él cuando lo tuvieron en los pies.
Hasta que llegó el martillazo en falso. Y se apagó la luz.
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