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José Onieva y su esposa Mercedes
El crimen de la calle Horno de Espadero

El crimen de la calle Horno de Espadero

Un abogado mató a su esposa e hirió a su hijo en uno de los sucesos más escandalosos de la crónica negra granadina

Amanda Martínez

Sábado, 7 de noviembre 2015, 00:29

El juez Miguel Llamas y su secretario el señor Cañones se preparaban para tomar el aperitivo. El juzgado del Salvador al que pertenecían estaba de guardia, pero aquella templada mañana del domingo 3 de noviembre de 1935 invitaba a tomar unos chatos en algún bar cercano. Una llamada interrumpió sus planes: debían acudir con urgencia a una casa de la calle Horno del Espadero. Llamas pescó su sombrero, que colgaba del perchero junto a su vieja gabardina beige. Aligeró el paso mientras apuraba el caldo de gallina que acababa de liar y, junto a Cañones, se hicieron hueco entre la multitud que se agolpaba en torno al número 23, la vivienda de la familia de José Onieva, un conocido abogado que trabajaba como inspector de Timbre en la delegación de Hacienda.

En el piso les esperaba un oficial del juzgado, los doctores Peña Tercedor y Blanco y algunas vecinas que trataban de consolar a una joven en estado de shock. Las miradas apuntaron a la habitación principal. Un charco de sangre empapaba las elegantes sábanas que cubrían la silueta de una mujer. El juez ajustó sus anteojos para describir la escena de un crimen en su memoria. «El cadáver yace sobre la cama. En la mesita de noche, hay una taza con agua de tila, una cruz de metal y un bolso de señora. Aquí, en el tocador, una botella de aceite de ricino».

La víctima presentaba una herida de bala. El proyectil entró por el pómulo izquierdo y le fracturó la base del cráneo matando a la mujer en el acto, le revelaría más tarde, la autopsia. Su cuerpo, coloreado por violáceos hematomas descubrían las huellas de un prolongado maltrato.

La ciudad se estremeció ante los horrores de tan terrible tragedia. No estaba acostumbrada Granada a este tipo de sucesos, cuyos detalles consumieron los comentarios de varios días.

Mercedes Bufil Torres, de 46 años y natural de Priego de Córdoba era madre de tres hijos, José, de diecinueve, Merceditas de 17 y Maquiqui, de once. Su marido la había matado.

El crimen en la prensa

«Una pobre madre asesinada ante sus hijos, detalles que impresionaron hondamente a la capital y que han de señalar con letras de luto, por muchos años, la fecha de esta muerte en los anales de Granada». El redactor de IDEAL tecleaba las notas de su máquina de escribir. Reconstruía la escena del crimen de boca de los agentes de guardia en comisaría el día de autos, Fernández Juárez y Rescalvo, responsables de la detención del parricida Onieva.

«Ramiro Hidalgo, chófer de Diputación, estaba almorzando en el primer piso de la vivienda de Horno del Espadero invitado por un amigo. El ruido de varios disparos les asustó, se escondió en un hueco de la escalera y sorprendió y desarmó al asesino cuando abandonaba la casa.

«Perdón, perdón, soy un criminal: mi mujer, mi hijo... repetía el asesino mientras lo llevaban a comisaría. En el camino hacia el centro policiaco, Onieva intentó arrebatar el arma a Ramiro y éste hubo de amenazarle para evitarlo», continua la crónica de IDEAL del suceso.

Una familia rota

Una y otra vez había intentado Mercedes abandonar a su esposo. Era hija de una familia burguesa de Priego de Córdoba emparentada con el mismísimo Niceto Alcalá Zamora, presidente de la República. Solía visitar con frecuencia la casa de sus padres, en muchas de esas ocasiones escapando de la tiranía el esposo que solía resolver los conflictos familiares a base de palizas. Pero este siempre la convencía para volver.

El abogado llevaba una vida desordenada, salía con frecuencia y derrochaba la fortuna familiar con un tren de vida que era incapaz de mantener sin el dinero de su mujer. Hasta que un día la esposa descubrió que le era infiel. Fue una noche en la que se encontraba enfermo. La fiebre le hizo delirar y en el delirio, había pronunciado el nombre de otra. Mercedes le pidió el divorcio y le retiró el poder notarial sobre las fincas que poseía en su ciudad natal. Arruinado y humillado llegó a su casa sobre las ocho y media del 2 de noviembre y, al contrario de lo que solía hacer, aquel día se encerró en su despacho y no salió hasta media noche.

Un crimen en domingo

El juez Llamas tomó declaración a varios vecinos y por último a Merceditas, la hija del matrimonio a la que las mujeres del edificio intentaban calmar. Entonces, en el desordenado salón de su casa, contó al juez el horror que su familia había vivido: «Mi madre había pedido a mi hermano Pepe que durmiera con ella. Tenía miedo. Pepe había colocado pestillos en las habitaciones pero mi padre había sacado los tornillos que sujetaban la chapa del cerrador y la puerta se habría sin dificultad. A medianoche los gritos nos despertaron. Mi padre insistía en que mi madre le devolviera el poder, pero ella se negaba. Entonces, se tragó dos pastillas de oxicianuro de mercurio. Conseguimos que tomara el aceite y lo vomitó. Luego cogió un papel y lo dividió en dos trozos. En uno escribió una P, en otro una M, los metió en una taza y los agitó. Le pidió a la mi madre que sacara uno de los papelitos: «Ya comprendo, dijo , si no te doy el poder, me matas». Cortó la luz. Él llevaba una linterna, pero nosotros no veíamos nada. Entonces volvió a su despacho». «Por la mañana mi madre intentó calmarlo. continúa Mercedes Mi hermano quiso salir a pedir ayuda y entonces nos dimos cuenta de que estábamos encerrados. A las dos de la tarde mi padre entró en la habitación. Los tres rodeábamos a nuestra madre, que estaba recostada en la cama. Mi padre tenía una pistola en la mano. Gritamos, abrimos el balcón para pedir auxilio. Cuando Pepe volvió al cuarto, mi padre le disparó».

«Doña Mercedes dio un grito de angustia y quedó desvanecida. El criminal, sin abandonar su posición volvió el arma contra la señora y le disparó dos veces» teclea el redactor su crónica.

Onieva fue condenado por dos delitos de parricidio, uno consumado y otro frustrado, a la pena de muerte conmutada más tarde por cadena perpetua, por atenuante de arrebato.

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