Amanda Martínez
Sábado, 12 de diciembre 2015, 19:04
Amanece en Granada y por sus calles una lámina de estremecimiento frío humedece los pasos de las gentes que transitan presurosas. Apenas hay portales abiertos y las escasas tiendas se preparan para un día de comercio. Pasan carros de basura, hombres desteñidos y sin esperanza, mulas con hortalizas de las huertas cercanas, hatos de cabras que dejan, de puerta en puerta, una templada leche de sabor recio, hombres con blusones pardos y talante campesino, mujeres de moño, pañoleta humilde y refajos que se alargan hasta los tobillos, que recogen en amplios fardos blancos la ropa sucia de las casas burguesas». Mari Luz Escribano Pueo describe así una imagen color sepia de la ciudad que despertaba cuando lo hacía Ganivet. Lo hace en el suplemento Ángel Ganivet y la Generación del 98 publicado por este periódico en el centenario de la muerte del intelectual granadino. La escritora pasea su artículo junto a un chiquillo que vocea la portada del Defensor de Granada y
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ayuda a desperezarse del último sueño a los vecinos que retrasan el momento de probar en sus rostros el agua helada de los aguamaniles y jofainas desportilladas.
Es la imagen de una ciudad de finales de siglo. La Granada del XIX era pequeña, tradicional, «pobretona, pacata y localista», la define Pueo. Y era una ciudad que comenzaba su transformación en una urbe contemporánea.
Ángel Ganivet nació el 13 de diciembre de 1965. Creció en el molino familiar muy cerca del cauce del Genil por donde pasaron amigos de la infancia como Manuel Gómez Moreno, con quien estudiaba libros y apuntes de árabe y arqueología. Un hogar que abandonaría con poco más de veinte años.
El joven Ganivet estudió Filosofía y Letras y Derecho. Destacó de manera precoz por su facilidad por el estudio de idiomas, lo que le anima a opositar para el cuerpo consular. En 1892 es nombrado vicecónsul en Amberes. Pero vuelve a Granada en varias ocasiones para estancias vacacionales o aquella visita que realizó tras la muerte de su madre.
La ciudad que le recibía cambiaba muy rápido. Mientras en su imaginario cobraban vida los rincones grabados por Roberts o Doré, o aquellas postales que salían de la fototipia de Hauser y Menet (era un poeta de las ruinas, como él mismo se definió), en el corazón de la Granada más antigua, el dédalo de calles del barrio viejo, con sus edificios centenarios, quedaban reducido escombros por las obras de la Gran Vía. 821 metros de largo por 80 de ancho de cicatriz que el atormentado escritor no llegaría a conocer concluida.
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En su Granada la Bella Ganivet critica duramente lo que llama «la epidemia del ensanche» y el proyecto del embovedado del Darro, una obra que se prolongó durante años (desde 1854 hasta finales del 38), una crítica que, como dice el historiador Ángel Isac, ha tenido un amplísimo eco, llegando incluso al extremo de proponer la restauración del cauce del río. El profesor de Historia del Arte apuntaba en su artículo Ganivet ante la reforma urbana que muchos de los edificios que surgieron de esa reforma son ahora arquitecturas protegidas y añade que «el modelo de reforma que censura Ganivet no sólo destruye parte del pasado, también es capaz de construir una ciudad en la que han mejorado las condiciones de vida y en la que existe un nuevo paisaje con renovadas bellezas arquitectónicas». «Interpretar y ejercer críticamente aquel pensamiento es todavía hoy un problema para quienes respetamos el pasado tanto como amamos el futuro de nuestra ciudades» concluye.
Un nuevo paisaje aparecía entre las viviendas insalubres y hacinadas, donde las muchachas pasaban las tardes bordando sus ajuares de boda. La ciudad que embellecía «por medio de la vida bella, culta y noble de los seres que las habitan».
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Un paseo romántico
Ganivet no concreta los pasos a seguir para alcanzar aquel ideal. «Sin contar con las reformas artificiales y violentas hay una reforma natural, lenta, invisible. (...) porque una ciudad está en constante evolución e insensiblemente va tomando el carácter de las generaciones que pasan». Tenía quizás el aspecto de la plaza Bib Rambla, pequeña y rectangular, limitada por la muralla y la Alcaicería. Muy concurrida en los días de mercado y lugar de celebración de justas y festejos. La del balcón dorado de la casa de los Miradores, que un incendio destruyó en 1879. La del antiguo y animado mercado de hortalizas del que hablaba el viajero romántico Davillier. La del arco de las Orejas... O la del bullicioso bazar de la Alcaicería, que Ganivet no llegó a conocer, arrasado por el fuego en 1843. Tal vez pensara en un rincón del Realejo, quizás en la Ribera de los Molinos, con la Acequia Gorda descubierta, o en un paseo por los Jardines del Triunfo y su vieja plaza de toros. Y desde su escritorio, en Riga, ciudad dónde buscó y encontró la muerte, recordaría las calles de tranvías y aguadores «¡Acacaíca de bajar la traigo ahora! ¡Fresca como la nieve!¡Buena del Avellano!»
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